ADVERTENCIAS A MÍ MISMO

En el centenario del nacimiento de Norman Mailer

lunes, 2 de enero de 2017

El coraje intelectual


Resultado de imagen para andres riveraResultado de imagen para andres rivera
por Miguel Russo
Dijo, muchos años atrás, apenas arrancados los ‘80: “Si un escritor tiene cualidades (cosa que dudo, materia opinable) subrayo una: la del coraje intelectual”. Después, antes y después, escribió teniendo siempre ese precepto como lámpara en la mesa de trabajo. Ese coraje intelectual lo había llevado a escribir El precio, su primera novela, publicada en 1957. Y a dedicar “Cita”, su cuento de mediados de los ‘60, “A Juan Gelman y Juan Carlos Portantiero, mis amigos, que no se entregarán jamás”.
Recordar a Rivera, ahora que su muerte deja un hueco imposible, es leer a Rivera. Leer esa larga historia de libros que atraviesan casi 55 años, hasta que en 2011 escribió, en la página final de su libro final Kadish, específicamente en el cuento final “SO4H2”: “Me digo, también: Es hora de dormir, Arturo Reedson”. Arturo Reedson, el personaje que lo acompañó, libro tras libro, en esas cinco décadas y media. Arturo Reedson (el personaje que sigue ahí), que es como decir Andrés Rivera (el escritor que murió en Córdoba el 23 de diciembre pasado), que es como decir Marcos Ribak (el hombre que nació en el barrio de Villa Crespo otro diciembre, un 12, allá por 1928).  
Hoy, que tanto se repite aquella frase que dijo en los ‘90, y que tanta polémica causó en su momento (“Yo estoy convencido de que ningún libro, por bueno que sea, puede cambiar el mundo. Pero tengo que escribir”), convendría definirla. Y nada mejor que recurrir al recuerdo del propio Rivera para entender de manera cabal esa definición. El Andrés, como todos llamaban a ese gran porteño en su “exilio” cordobés del barrio obrero de Bella Vista, repetía, a quien quisiera torearlo con eso de que los libros cambian la historia, que los verdaderos cambios de la historia se dan en la forma en que alguien leyó ese libro: Lutero leyendo a Pablo, Marx leyendo a Hegel, Mao o Lenin leyendo a Marx. La enumeración podía seguir hasta bien entrada la madrugada. Y cada una de ellas era una enseñanza, una lectura, más que una escritura. Una lectura que confirmaba que había que seguir escribiendo. Arlt leyendo a Dostoievski, Fidel leyendo a Lenin, Saer leyendo a Proust. Y, por supuesto, el propio Rivera leyendo a Sarmiento, ese otro imposible. 
Rivera fue, es, esa escritura y esa lectura. Un modelo para ese duro oficio de escribir. Pero, ¿de dónde viene el modelo Rivera? Mucho, de las discusiones marxistas oídas entre cobijas cuando con apenas siete años simulaba dormir las noches en que su padre se juntaba con otros obreros en la Argentina de los años ‘30. Mucho, también, de esas lecturas a las que lo había empujado su tío Felipe (“que murió trotskista”, dijo el Andrés) en su primera adolescencia. Y mucho, muchísimo, de su oficio de hilandero en las tantas fábricas textiles del conurbano bonaerense donde trabajó. Porque, qué otra cosa que hilos manejados de manera experta son esos 22 libros sobre Juan José Castelli leídos y dejados de lado para ponerse a escribir La revolución es un sueño eterno a partir de una certeza tan paradójica como la propia historia argentina: esa de que el Orador de la Revolución tuviera cáncer de lengua. Qué otra cosa que hilos enhebrados y vueltos a enhebrar para lograr esa textura única que significa recuperar la voz de Sarmiento para que sea Rosas quien hable, en su exilio inglés, en primera persona y en presente (un presente, entonces, de pleno amasijo neoliberal del menemato) para escribir El farmer. 
Rivera enseñó que para sentarse a escribir hay que saber, primero, dónde se está parado, de qué lado. Y no olvidarlo nunca, ni ante las críticas despiadadas ni ante las alabanzas del mercado (dos extremos de similar intensidad que supo frecuentar prestándole la misma cuota de importancia: ninguna). Y Rivera se paró siempre en el mismo lugar. Un lugar que daba cuenta de la derrota, de la pasión, de la muerte, de las traiciones. Ya sea para enfrentar eso que apresuradamente se dio en llamar “narrativa histórica” (a La revolución es un sueño eterno y El farmer, habría que sumar El amigo de Baudelaire, La sierva, Ese manco Paz) como para narrar buena parte de la historia del país en el siglo XX en la saga protagonizada tanto por Arturo Reedson como por toda la clase obrera argentina. 
Lo dicho: derrotas, pasiones, traiciones, muertes. Como dijo una y mil veces Rivera: “Si una parte considerable de los protagonistas de mis libros viene del mundo del trabajo, debe aceptarse que el orden que fijé a esas constantes no es arbitrario”. O, mejor aún, cuando interrogaba para refrendar sus certezas: “Los hombres que viven de un salario, ¿no vieron a la derrota sentarse a su mesa?, ¿no aprendieron que los burócratas que pretenden hablar en su nombre los venden o se borran en el instante de peligro, no los acecha la muerte cuando alzan la voz o la mano?”.  
Pasiones: las mismas que aprendió en sus lecturas de Sarmiento, de José Hernández, de Arlt y de Borges, de Dostoievski, de Joyce, de Faulkner, de Isaac Babel, de Sartre. Pasiones: las mismas de varios de sus contemporáneos: Walsh, Conti, Gelman, Viñas, Piglia. Las mismas pasiones que las nuevas camadas de quienes, a pesar de saber que un libro no cambiará la historia, se disponen a escribir con la misma certeza con la que Rivera escribió toda su vida: “Atacando esas constantes aún cuando se fracase en el intento. La cosa es así de simple”. 
Coraje intelectual, lo llamaba. Y acertaba. Así como acertó en esa pregunta que siempre estará esperando al lector en la última página de La revolución es un sueño eterno para meterlo de lleno en el mundo y en la historia de ese mundo, ese mundo en el que se vive y ese mundo por el que se pelea para cambiarlo: “Entre tantas preguntas sin responder, una será respondida: ¿qué revolución compensará las penas de los hombres?”. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario