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viernes, 30 de diciembre de 2016

Josefina Ludmer

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supo provocar y también convencer a muchos poetas, narradores y críticos de que la literatura podía salir de la lógica del gusto y que la teoría no tenía por qué estar exenta de pasión. En esta nota, Tamara Kamenszain recuerda su amistad con Ludmer desde los años setenta hasta su reciente fallecimiento, tres semanas atrás, un vínculo no exento de cariño ni de tormentosos escándalos acerca de lo que consideramos literatura, poesía y vida.
Enrique Pezzoni solía decir que cuando Josefina Ludmer, alias la China, se tenía que enfrentar con el público, primero acomodaba las tetas sobre la mesa y después se ponía a hablar. Para él, que venía de años de relación con el grupo Sur, donde las dos mujeres que más admiró se camuflaban detrás de gafas oscuras, esta actitud de marcar un territorio con el cuerpo para asegurarse una tirada de línea directa y efectiva, fue decisiva. Sentado entre ese público que hacia mediados de los setenta ya escuchaba a la petisa de cara achinada y tetas contundentes emitir un discurso sin anestesia, Pezzoni inició un viraje en su concepción de la literatura que no se detendría hasta su muerte.
En cambio a mí, por esos años una pseudohippie fascinada a un tiempo con el vanguardismo del Instituto Di Tella y con el malditismo de Osvaldo Lamborghini, los primeros encuentros con China me asustaron. Cómo puede ser, me preguntaba, que me atraiga tanto hablar de literatura con una mina a la que la literatura parece no gustarle. Obviamente, yo temía que la biblioteca de libros preferidos que desde mi más tierna adolescencia había esgrimido como bandera de complicidades ante el mundo, comenzara a desmoronarse. Aquella “profesora” (las comillas corresponden a mi juvenil ingenuidad antiacadémica) que, para más confusión, había empezado a salir con Osvaldo, me cuestionaba con una mueca despectiva mis convicciones: “déjense de joder con el me gusta-no me gusta”, nos espetaba al grupo de amigos cuando aludíamos a nuestros preferidos en la mesa de algún bar. Para peor, cuando el tema era la poesía, el comentario solía ser lapidario: “de eso no entiendo nada”.
Fue justamente esa declaración de no entender la poesía lo que marcó para siempre mi amistad intelectual con Josefina Ludmer. A partir de ahí se abrió ese diálogo entre nosotras que ella relata con generosidad en su último libro Aquí América latina, y cuyo inicio yo sitúo en 1975 con la aparición, en la revista Literal, del texto que escribió a cuatro manos con Osvaldo Lamborghini. Lo que más me impactó de esa escritura en colaboración sobre el poema “Elena Bellamuerte” de Macedonio Fernández, texto que ella después definió como “mezcla de panfleto con análisis microscópico y teoría donde llevamos a la práctica el poema”, fueron las partes que pude adivinar que le pertenecían. Los dardos militantes de Osvaldo eran reconocibles para mí que ya estaba familiarizada con su estilo, pero esas intervenciones donde un par de tetas puestas sobre la mesa limitaban la artillería pesada del maldito, me dieron vuelta la cabeza para siempre. Ahí entendí lo que ella decía no entender, porque justamente en la poesía no hay nada que entender salvo la entendedera misma. Así, mientras en el texto de Literal Osvaldo, para referirse a Macedonio y sus sucesores, pergeña la mítica frase “casta del saber y de la lengua”, Josefina alude a la poesía de Borges, Macedonio y Girondo en estos términos: “es precisamente la escritura sabida la que teje, fuera de toda inocencia, la maligna especulación, la teoría, lo que hay que saber”. Y es tal vez en ese sentido que ella termina pidiendo “la reducción de toda ‘literatura’ a la poesía” (me animo a decir que esto lo escribió ella y no Osvaldo sobre todo por las comillas en la palabra literatura).
Así es como creo que, con el paso de los años, la China se fue volviendo cada vez más poeta al tiempo que estimulaba en mí la alergia a ese estereotipo de género que empecé a llamar lo poético entre comillas. Nuestras charlas, durante los últimos cuarenta años, versaron sobre esos temas y, en consecuencia, sobre lo que cada una estaba escribiendo. Cada tanto nos mostrábamos nuestros originales y mientras ella me consultaba sobre la hechura yo quería saber cómo evaluaba mis ideas. Respecto de Aquí América latina, me acuerdo que hablamos mucho sobre la función del diario íntimo. Un día le dije, acerca de su notable “El diario sabático”, esa perla que le inyecta temporalidad a la teoría hasta volverla presente vivo, que me recordaba al “Diario de la beca” donde Mario Levrero transforma el presente cotidiano en pura teoría. Ella entonces se puso a leer La novela luminosa y un día me dejó en el contestador un mensaje ultraludmeriano: “voy a dejar de leerlo, Levrero es aburrido y sobre todo me da asco que el tipo no se bañe casi nunca”. La “profesora” era de nuevo la antiliteraria que me seguía escandalizando. ¿Cómo podía ser que confundiera realidad y ficción y me dijera, como una neófita, que el narrador, que consigna a diario cada mínima acción, se bañaba poco? Genio y figura hasta la sepultura, pensé por esos años en que ya la enfermedad estaba empezando a clavar su real (término lacaniano que China siempre me criticaba). 
  Hacia el final ella decía que estaba escribiendo otro Diario, esta vez más relacionado con su infancia y su historia familiar pueblerina. Siempre prometía darme a leer lo que tenía, pero nunca lo hizo. Hablábamos mucho de los alcances de lo autobiográfico. Ella decía que en un país donde no hay biblioteca (al revés de lo que sucede en Estados Unidos) ya no le quedaba otra que referirse a lo personal. Yo no quería cometer la infidencia de preguntarle si en lo que estaba escribiendo aludía a su enfermedad. Pensaba en recomendarle libros como Diario de muerte de Enrique Lihn, y Hospital Británico de Viel Temperley, pero por pudor nunca lo hice. Tenía miedo de que ella se burlara y dijera que yo le estaba sugiriendo hacer laborterapia. De hecho un día me contó que fue a ver a una psicóloga especializada en pacientes con cáncer que le sugirió escribir sobre eso. El gesto burlón que la caracterizaba alcanzó su punto más álgido cuando me dijo: “para sacármela de encima terminé haciéndole terapia yo, la mandé a escribir sobre sus temas”.Yo a China, en los últimos y difíciles tiempos que le tocó pasar, no me animé a mandarla a escribir, pero estoy más que segura que si nos dejó de regalo algún inédito, el texto va a ser poético sin comillas.
Tamara Kamenszian

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