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lunes, 1 de octubre de 2012

PAUL AUSTER

Literatura y política

A solas con Paul Auster en Nueva York

El autor de La música del azar, cuya poesía completa se publica ahora en español, habla de la relación entre prosa y verso en su obra, reflexiona sobre la vida y el paso de los años, y propone, no sin ironía, que, dada la gravitación internacional de Estados Unidos, en las próximas elecciones presidenciales de su país voten los ciudadanos de todo el mundo
Por Pedro B. Rey  |
 
Un autor puede ser, con el paso de los años, escritores muy diversos: poeta selecto que se convierte en influyente novelista posmoderno, ensayista perspicaz que deviene narrador de sensibles héroes contemporáneos, circunstancial autor de memorias personales, incluso puede escribir por medios de imágenes, si se dedica al cine o incursiona en la novela gráfica.
Paul Auster avanza por la Séptima Avenida de Brooklyn, nimbado por la densa humedad solar del verano neoyorquino, y es imposible decidir cuál de todos esos escritores es el que prevalece en ese instante. Auster no sólo es escritor: también lo parece. Camina con una extraña cadencia, como si llevara en una mochila imaginaria, desordenados, muchos y variados libros, propios y ajenos. Avanza inclinado, como si todavía no se hubiera despegado de la hoja de papel o de la vieja máquina Olympia en la que, desde el ya lejano 1974, pasa en limpio lo escrito a mano, como si el traslado en el espacio no fuera más que una breve pausa entre una y otra sesión de escritura.
 
Auster en España, cuando recibió en 2006 el Premio Príncipe de Asturias de las Letras. Foto: Reuters 
Por su nombre y aspecto, Sweet Melissa, el bar que eligió para la entrevista, podría ser el de una película de Woody Allen (y el tono y gestualidad absolutamente neoyorquinos del escritor al conversar, los de uno de sus personajes), pero Auster no es, como el director de cine, un obstinado habitante de Manhattan. Nació en Newark, Nueva Jersey, y aunque en algún momento llegó a considerarse casi un nativo de la isla, en los años ochenta adoptó como propio, en un súbito arranque, el vecino Brooklyn. Como relata en su libro más reciente, Diario de invierno , en el que realiza un minucioso inventario de cada departamento, mansarda y casa en la que vivió, lo guiaron razones de presupuesto inmobiliario. En aquellos tiempos, recuerda una reciente reseña sobre él aparecida en el New York Times, la tasa de escritores por metro cuadrado de Brooklyn era casi inexistente; en la actualidad, los aspirantes a escritores parecen brotar bajo cada baldosa. Esa precedencia convirtió a Auster en un ícono conspicuo del orgulloso Brooklyn, y particularmente de Park Slope, el agradable barrio arbolado en que vive. El escritor se ganó simbólicamente su derecho de ciudadanía: todavía hay lectores y cinéfilos que visitan la zona para retratar una vulgar esquina, la misma que Auggie Wren -el protagonista de Smoke , la película de Wayne Wang basada en un relato y guión del mismo Auster- fotografiaba cada mañana desde el frente de una tabaquería imaginaria.
Cerca del amplio y silvestre Prospect Park, y a metros de la casa que el escritor comparte con su mujer, la también escritora Siri Hustvedt, el Sweet Melissa, con su recoleto y casi secreto jardín, ofrece varias ventajas: le permite al escritor fumar sus eternos cigarritos holandeses, degustar una copa de vino blanco con hielo y dejarse puestos unos anteojos oscuros que combaten los destellos dañinos del sol de media tarde. Auster es en realidad, contra lo que dejan imaginar las fotos de sus libros, un neoyorquino locuaz que desgrana por medio de su voz ronca idénticas proporciones de vitalidad y melancolía. Cuando hable de política, en cambio, se mostrará exasperado: en su opinión, Estados Unidos nunca estuvo tan dividido como en el presente.
Su memoria es, por lo demás, implacable. Recuerda a la perfección los ocho días de 2002 que pasó en la Argentina, y entrega una pintura de la desolación que bien podría encontrar cabida en una de sus narraciones. "Estuve cuando había colapsado la economía -recuerda-. El avión en el que fui estaba prácticamente vacío, algo que no me había pasado nunca. Era una 'No Cash Society', una sociedad que se había quedado sin efectivo, en que la gente se dedicaba a trocar unas cosas por otras. Pero sentí que mi visita, en aquella feria del libro, le dio al menos un poco de felicidad a los que fueron."
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Con su hija, la actriz y cantante Sophie Auster. Foto: EFE 
La línea de fuga de la entrevista lo entusiasma: la edición en español de su Poesía completa , el territorio menos conocido de su obra. Por cuestiones de género (la poesía carga el absurdo sayo de ser minoritaria) y, también, por cuestiones cronológicas (Auster escribió poesía con intensidad hasta los treinta años, pero después, tras una serie de crisis, se apartó del género para no volver a reincidir, al menos públicamente).
"Me acuerdo como si fuera ayer -dice, cuando se le pregunta si recuerda la primera vez en que escribió alguna línea que pueda asociarse, aunque más no sea vagamente, con la literatura-. Empecé a escribir poemas, por razones que no alcanzo a entender, cuando tenía alrededor de nueve años. Eran terribles, quizá los peores poemas que se hayan escrito alguna vez. Pero la sensación de escribir, de expresarme por medio de palabras, aunque no se tenga la habilidad para hacer nada demasiado bueno, me hacía sentir más vivo, mucho más conectado con el mundo. Ese tipo de impresiones, si se las tiene de joven, son duraderas. Por cosas así uno se convierte en escritor."
-Es natural, entonces, que muchos años después haya comenzado por publicar poesía.
-Siempre escribí poemas, pero también prosa. De hecho, cuando empecé a publicar, a principios de los años setenta, estaba mucho más centrado en tratar de escribir ficción. Todos mis papeles viejos están en la Biblioteca Pública de Nueva York. Hace poco volví a revisarlos porque necesitaba una información precisa, y me encontré con un montón de cajas de material antiguo. Debía de haber entre setecientas y mil páginas de prosa, escritas por aquellos años. En esos intentos están las semillas de muchos de mis libros posteriores, sobre todo de El país de las últimas cosas y La música del azar .
-¿Por qué, entonces, los versos son la nota dominante de los primeros años?
-En esa época no entendía bien cómo encarar una novela. Escribía cien páginas y llegaba a la conclusión de que la estructura era incorrecta. Cambiaba de idea todo el tiempo. En algún momento me dije: nunca voy a ser capaz de escribir ficción, es demasiado difícil y frustrante. Me voy a concentrar en piezas breves, que pueda terminar. La poesía me consumió, entonces, el resto de la veintena. A los treinta años pasé por una época bastante mala en varios frentes, y ya no pude seguir haciéndolo. Me encontré con una pared que no podía atravesar. Estuve un año sin escribir una línea, hasta que logré ponerme otra vez en marcha. Pero resulta bastante misterioso. Ya no volví a la poesía.
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Auster en su juventud. Foto: Corbis
Aquellos esfuerzos dieron como resultado siete libros: Radios (1970), Exhumación (1970-1972), Escritura mural (1971-1975), Desapariciones (1975), Efigies (1976), Fragmentos del frío (1976-1977), y Aceptando las consecuencias (1978-1979). Auster decidió sumar Espacios blancos (1979) -el texto en prosa que lo devolvió a la escritura- y una temprana serie de inéditos (Notas de un cuaderno de ejercicios, de 1967) a la edición de su Poesía Completa. Estos últimos, los más antiguos, cierran el volumen, como sugiriendo el eterno retorno de una etapa clausurada.
-Lo primero que llama la atención en su poesía, particularmente en Radios y Exhumación , los primeros, es su extrema concentración. ¿Era una busca deliberada?
-No quería escribir sobre poesía porque sí, sobre cualquier tema. Quería poner toda mi energía en unos pocos elementos poéticos y explorarlos desde distintos ángulos. Era casi como un retorno a los presocráticos, a los que tenía muy presentes en aquella época. Estaba inmerso en una suerte de obsesión con el alto modernismo, y limité mi ámbito poético a lo mínimo: un camino cada vez más estricto y, quizá, sin salida.
-Lo curioso es que hacia el final, para la época de Aceptando las consecuencias , el último de esos libros, los aspectos más crípticos empiezan a quedar atrás. Y que justo entonces, cuando parece haber una luz al fondo del túnel, abandone al género.
-Hay mucho más aire en ese último libro, tiene razón. Pero la obra siguiente, Espacios blancos , inspirada en una pieza de danza, fue la que me ayudó a volver a la escritura. Está en prosa, pero quería que figurara en el volumen porque participa de dos mundos distintos. Es un texto de pasaje definitivo entre la poesía y la ficción.
 
En el set de una ?de las películas que dirigió. Foto: AFP 
-Las notas juveniles, que cierran el libro, parecen contener ya toda la reflexión que desarrollan los poemas y, también, parte de su ficción futura.
-Esos apuntes estaban influidos sobre todo por los filósofos que leía en aquel momento, filósofos antiguos como Berkeley y Hume, pero también más modernos como Wittgenstein y Merleau-Ponty. En esas proposiciones se ven las trazas de aquellos pensadores, pero también se podría decir, lo que no deja de ser extraño, que ahí ya estaba mi estilo.
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Auster hizo de sus años pasados en Francia, durante la década de 1970, una suerte de mito personal que anidó sobre todo en volúmenes autobiográficos como A salto de mat a. De ese período, en que la poesía era su actividad central, surgió también un libro lateral y, sin embargo, clave, para entender su poesía: una exahustiva e ineludible antología de poesía francesa del siglo XX, que abarca de Guillaume Apollinaire a Francis Ponge, de Pierre Reverdy a Ives Bonnefoy o autores más secretos, como Jean-Paul de Dadelsen y Denis Roche.
"En los años en que escribía poesía también escribía ensayos y reseñas sobre otros escritores (la única prosa real que produje por entonces), pero, sobre todo, traducía mucho. Lo que más orgullo me da de esa antología no es tanto mi trabajo de selección, o mi prólogo, como las versiones que fui encontrando de los poemas, firmadas por autores como Samuel Beckett, John Ashbery, James Laughlin, W. S. Merwin, incluso de Richard Ellmann, el biógrafo de Joyce, que tradujo a Henri Michaux.
-Además de esa antología, cuando vivió en Francia frecuentó a poetas como Edmond Jabès o Jacques Dupin. ¿Lo marcó de alguna manera la tradición francesa, sobre todo aquella que más reflexiona sobre la materia poética? Tanto en Jabès como en Dupin abundan, como en sus propios poemas, la piedra, el silencio, la desconfianza ante el lenguaje.
-Yo no veo una gran influencia francesa en lo que escribía. Si hay algo de ese orden tiene que ver con mi experiencia personal. Cuando era joven, en Nueva Jersey, vivía enfrente de una cantera. De hecho, escribí un poema que se llama así y figura en Fragmentos del frío . Todos los días a las tres de la mañana me despertaba una gran explosión. Pasé mucho tiempo en ese enorme espacio abierto.
-¿Y cuál es la tradición en que se reconoce?
-Más bien me parece que lo que escribí está profundamente empapado de lengua inglesa. La poesía francesa en general es más transparente, mucho más etérea; la inglesa es densa, espesa. Se debe a que el inglés tiene un desarrollo histórico mucho más complejo: se hizo de dos lenguas que fueron comprimidas en una: los habitantes de lo que hoy es Inglaterra tenían el anglosajón, y después, tras las invasiones, llegó el antiguo francés. Por eso el inglés tiene muchas más palabras, más, seguramente, que cualquier lengua romance. Y eso crea una tensión especial en el idioma. Tomemos a los grandes poetas: John Milton, por ejemplo. Está completamente tironeado entre esas dos vertientes del inglés. El anglosajón, que es terroso, y el otro aspecto, mucho más abstracto. El resultado es extraordinario. En mi caso, agregaría que siempre estuve muy interesado por la poesía alemana (sobre todo Hölderlin, al que leí con obsesión) y también un poeta italiano, Giacomo Leopardi, que es intraducible al inglés, y tiene una compresión de lengua inaudita. Son sólo cosas que me gustaban y, me imagino, dejaron rastros en lo que escribía.
-¿Y si tuviera que señalar una influencia estadounidense?
-Emily Dickinson, sin duda, que cumple perfectamente con la tensión de que hablaba antes. No soy demasiado original, porque marcó a todos los poetas de mi país. Me enseñó lo que debía ser un poema. Es pura lengua, casi imposible decir a qué se está refiriendo. Debe estar traducida en español, ¿no? Debe de sonar extrañísima.
-La tradujo entre otros, Silvina Ocampo, una narradora y poeta argentina también bastante especial?
-Ah, sí, la conozco, aunque no la leí. Sí leí, en cambio, algo de Bioy Casares: La invención de Morel , un libro muy extraño, que me resulta imposible de definir.
-Habló de poesía alemana y no nombró a Paul Celan, un poeta sobre el que escribió y que también tendió al silencio, aunque de manera más trágica?
-Debe ser el poeta posterior a la Segunda Guerra Mundial que más me gusta. Mis poemas son, en efecto, sobre el lenguaje, y la dificultad de comunicar, y de expresarse. Aunque quizá la diferencia es que siempre los vi como fragmentos de una narrativa. No son poemas líricos en un sentido tradicional. Eran piezas de algo mayor? Todo es tan alusivo y elusivo en los poemas. Creo que lo que estaba tratando de hacer era crear estados emocionales en el lector, aunque uno no entendiera del todo lo que se estaba diciendo. La percepción y el lenguaje eran mis temas, pero también el exilio judío, la idea de errar, de no tener un hogar. La convicción de que no hay tierra prometida.
-Celan subrayaba, cuando lo acusaban de incomprensible, que no importaba si no se entendía lo que estaba diciendo, que bastaba con entender la música del poema.
-Por eso traducir poesía -algo que Celan hacía, que yo hice y tantos poetas hacen- es un proyecto imposible. Necesitamos leer poetas extranjeros, necesitamos y queremos leerlos, pero la experiencia original siempre va a quedar fuera de alcance. Más que leídos, los poemas exigen ser experimentados.
-¿No siente nostalgia por escribir poesía?
-Sinceramente, no. Es algo que ya no puedo hacer. Sólo escribo poemas con rima, humorísticos, para bodas, aniversarios familiares, cumpleaños. Si quiere un paralelismo, hay un momento en la vida en que uno no puede seguir andando en bicicleta: esto es parecido. De todas maneras, creo que los poemas se sostienen por sí mismos. Cuando los releo, tengo una sensación curiosa: parece que los hubiera escrito otra persona. Me parecen raros y remotos. Pero tal vez sean lo mejor que escribí.
-¿Y como lector?
-Ah, eso es distinto. En términos generales, me resulta mucho más estimulante que leer ficción. Releo mucho a Wallace Stevens. Y a William Carlos Williams, que era además un magnífico prosista, algo que quedó totalmente olvidado ( In the American Grain , por ejemplo, es una obra maestra). Y siempre vuelvo a George Oppen, que fue muy amigo mío. En Invisible , uno de los personajes trata de escribir un ensayo sobre él, y me doy el lujo de citar un par de líneas de uno de sus poemas. A él, entre los contemporáneos, agregaría a Michael Palmer y Ron Padgett.
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Después de su bloqueo, y una relegada novela policial, Auster dio a conocer una memoria contundente, La invención de la soledad . A partir de allí, y con los años, fue publicando novelas en las que oficia de hilo conductor, entre otras obsesiones, el azar. La deconstrucción de la Trilogía de Nueva York , en que explora la identidad y el lenguaje jugando con los clisés de los relatos detectivescos; la busca de Marco Stanley Fogg de su propio pasado en El palacio de la luna o la exploración de la locura política en Leviatán parecen haberle dejado lugar, en obras más recientes, a una agridulce comedia ( Brooklyn Follies ) , o a un relato paradigmáticamente norteamericano con la crisis de 2008 de trasfondo ( Sunset Park ). Auster también se encuentra abocado a una indagación autobiográfica que tiene su más reciente entrega en Diario de invierno , donde explora distintas edades de la propia vida y, también, la decadencia física. Escrito en segunda y tercera persona (lo que le da un toque francés, con algo de Michel Butor o del Roland Barthes más confesional), el libro se convierte en una intrigante reflexión sobre la identidad. El Grupo Planeta prepara una edición local de este libro, traducida por Juan Forn, que se sumará a la ya realizada en España por Anagrama.
-¿Cómo fue la conversión del poeta que tendía al silencio al narrador prolífico que es hoy?
-Quizá la poesía no fue más que un trabajo preparatorio. En su momento publiqué una antología, Ground Work [hay traducción española de título engañoso: Pista de despegue ], que resumía un poco esa impresión. Mi aprendizaje fue lento, pero todavía hoy, cuando escribo prosa, siento que en realidad estoy trabajando desde un punto de vista poético. Presto mucha atención a la concentración del sonido, algo que quizá se pierda en las traducciones. Todo lo que hice en mis comienzos, me parece, se canalizó en la prosa. No es una prosa exhibicionista, sino clara, pero que sobre todo tiene una cadencia, un ritmo, una musicalidad.
-En sus ficciones hay también etapas claramente diferenciadas. Sus primeras novelas parecen compartir preocupaciones de su poesía.
-Y después menos y menos? A ver, ha sido un largo viaje. Uno cambia, evoluciona, el foco se vuelve diferente. Gracias a Dios, ¿no? Imagínese que uno siguiera escribiendo siempre el mismo libro.Yo diría que Mr. Vértigo fue un salto hacia algo nuevo. Y quizá también Tombuctú . Encontré otra manera de contar historias, una relación diferente con el lenguaje. Mr. Vértigo transcurre en otra época, y en Kansas, no en Nueva York, aunque ya en La música del azar la ciudad apenas aparece al comienzo, para pasar a aquel campo de Pensilvania?
-La muralla absurda, algo kafkiana, que están condenados a levantar los dos protagonistas parece funcionar como símbolo de ese cambio, como si la muralla perteneciera a Escritura mural, otro de sus libros de poemas.
-Cuando tenía 20 años escribí algunas obritas de teatro. Una de ellas, Laurel y Hardy van al cielo , giraba alrededor de dos hombres que construyen una pared que termina separándolos del auditorio. Nunca quedé satisfecho con la obra, pero la pared reapareció en la novela. Como se ve, más allá de los caminos que uno tome, todo está de alguna manera conectado. La idea de Escritura mural ( Wall Writing , en el original) refiere en cambio a la idea de alguien que está preso, en una celda, y escribe sobre un muro, no en las paredes de la ciudad.
-¿Lo autobiográfico, al menos teniendo a la vista el reciente Diario de invierno , puede haber ocupado el sitio dejado vacante por la poesía?
-Estoy completamente de acuerdo. El diario, en realidad, está compuesto de fragmentos y lo pensé como una pieza musical. No es un libro lineal, da saltos bruscos: de los cincuenta años, a los cinco, a los veinte. Un pequeño tema, apenas sugerido, reaparece en detalle mucho después, como los ataques de pánico que sufrí hace algunos años. Me gusta pensar que es un libro orquestado, lleno de frases largas, que no terminan nunca, y que es, también, una experiencia sensual. Porque cada libro demanda su propia forma, su propio abordaje, su propio léxico.
-Es también un libro sobre las marcas que el paso del tiempo va acumulando sobre el cuerpo.
-El libro gira alrededor del cuerpo, pero cuerpo y mente son difíciles de separar porque en realidad son uno. También habla de la memoria, del sexo, sobre comer, pelear. De todas maneras, hay experiencias físicas como el dolor o el placer -y esto es notable- que no están de verdad conectadas con el pensamiento
Auster adelanta que acaba de terminar otro libro autobiográfico, que hace pareja con éste pero es a la vez muy diferente. Hay varias secciones, independientes entre sí, y sigue, desde la infancia hasta la primera juventud, mi desarrollo y formación intelectual.
-¿Podría definírselo como su retrato del artista adolescente?
-De una persona, más que de un artista: cuándo me di cuenta de que vivía en Estados Unidos, cuando me di cuenta de mi origen judío. Fue una especie de busca, de excavación arqueológica, porque son cuestiones muy difíciles de determinar. Pero de pronto sucedió algo inesperado. Mi primera mujer, que también es escritora y traductora [la cuentista Lydia Davis], estaba ordenando sus propios papeles para donar a una biblioteca y encontró la mayoría de las cartas que le escribí cuando eramos jóvenes, más de un centenar, y me dijo que quería que les echara una mirada. Descubrir por escrito cómo era a los veintitrés fue como encontrarme con un extraño. Tantas cosas me volvieron a la memoria por culpa de esas cartas? y me di cuenta de hasta qué punto uno olvida mucho las experiencias tempranas, hasta qué punto, sin proponérselo, cada quien va cambiando su propia historia.
-En Diario de invierno hay pasajes duros, desde alusiones al envejecimiento, pasando por la muerte de los padres o la culpa por un accidente automovilístico que podría haberse evitado. Pueden decirse muchas cosas, pero no que sea condescendiente.
-No vale la pena escribir un libro autobiográfico si uno no es completamente honesto. No quería narrar el lado triunfante de mi vida; quería escribir sobre todos los aspectos. Los momentos felices, pero también los momentos desdichados. Las cosas de las que me siento avergonzado y de las que no. Todos tenemos cosas de que arrepentirnos.
-En un momento narra un encuentro con el actor Jean-Louis Trintignant. ¿Logró resolver el interrogante de lo que le dijo en un aparte?
-Fue en una lectura conjunta. Yo tenía 57 años y él, 74. Un rato después de preguntarme la edad, sin que viniera a cuento, me dijo aquella frase: "A su edad me sentía muy viejo; ahora, en cambio, me siento joven". Me pareció una frase maravillosa, pero todavía me estoy preguntando qué me quiso decir. ¿Usted qué interpretación le da?
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La política, una de las pasiones públicas del escritor, termina por asomar en el tranquilo entorno del jardín del Sweet Melissa. En los últimos años, Auster intervino duramente contra las políticas de George Bush, pero antes de detenerse en las inminentes elecciones presidenciales de su país, señala cómo lo político puede aparecer hasta en los textos más impensados.
"Para volver a la poesía: supongo que es difícil advertir que un poema como ?Mentiras. Decretos. 1972' tiene un sustrato de ese orden. Estaba en París y un amigo me había invitado a la embajada estadounidense a ver las elecciones entre Nixon y McGovern. Fue una derrota aplastante de los demócratas. Me veo volviendo al cuarto en el que vivía y escribiendo ese poema contra Nixon, al que verdaderamente detestaba. ?Incluso ahora/ no se arrepiente de su juramento,/ incluso ahora/ regresa tartamudo, sin testigos,/ a su trono resucitado': estoy hablando de Nixon, y después de la guerra de Vietnam, pero el nivel de alusión es tan grande que nadie lo puede deducir."
Esa misma noche Obama dará su discurso de cierre en la Convención Demócrata. Auster aconseja escucharlo porque, asegura, Estados Unidos se encuentra en un momento clave de su historia. Mitt Romney no había cometido todavía los errores estratégicos que lo relegaron en las encuestas, y el escritor se mostraba nervioso por una hipotética victoria republicana.
"Estamos bastante mal ya como estamos, pero un triunfo de Romney -que implica el adiós a las regulaciones, a los controles de todo tipo, una suerte de capitalismo al desnudo- terminaría destruyéndonos. Al menos en lo que va de mi vida, nunca vi a Estados Unidos tan dividido como ahora. Es peor que en los peores días de la guerra de Vietnam. En aquellos tiempos el país estaba desgarrado, pero el Congreso colaboraba cuando era necesario. Ahora, hay dos bandos, y todo está en punto muerto, bloqueado. Los republicanos están tan a la derecha que su único objetivo es destruir al gobierno.
-¿Supongo que se cruzará en algún momento con algún amigo o colega conservador? ¿De qué hablan en casos así?
-No tengo amigos conservadores. Quizás uno o dos conocidos, pero evitamos hablar del tema. En todo caso, Nueva York no es nada republicana; los candidatos ni siquiera vienen a la ciudad a hacer campaña. Los que deciden las elecciones son los "Swing States": Florida, Ohio, Pensilvania. Lo que importa es quién gana en cada Estado y no la cantidad total de votos.
"A veces pienso -dice para terminar, con una ironía a medias- que si lo que sucede en este país es tan importante a nivel global, habría que dejar que en las elecciones de Estados Unidos vote todo el mundo."

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