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domingo, 21 de octubre de 2012

ANDRÉ MALRAUX: El demonio del absoluto

El demonio del absoluto

André Malraux

 

Trad: Javier Albiñana. Galaxia Gutenberg, 2009. 615 páginas, 25 euros

Rafael NARBONA |

Inacabada, deslumbrante, perdida y recuperada, esta inconclusa biografía de Malraux nace de un deseo de emulación.
El libro nos enseña que para comprender a un hombre a veces la mentira es más esclarecedora que la sinceridad.


Mitómanos, narcisistas, carismáticos, André Malraux (1901-1976) y Lawrence de Arabia (1888-1935) protagonizaron epopeyas paralelas, pero la simetría sólo se mantuvo hasta que se planteó la necesidad de escoger entre la aventura y la política, lo absoluto y lo posible, la inmadurez y el compromiso. A medio camino entre el heroísmo y la impostura, Malraux aceptó la responsabilidad de participar en el gobierno de Francia. Su admiración hacia De Gaulle recuerda la colaboración inicial entre Churchill y Lawrence, pero la diplomacia no era una actividad adecuada para un hombre que luchaba contra sí mismo desde la infancia. Hijo ilegítimo de un terrateniente, de escasa estatura y aspecto frágil, Lawrence escogió desde muy joven la disciplina y el sacrificio, la austeridad y la renuncia, el amor por el arte y el desprecio por los bienes materiales, cualidades que le ayudaron en su carrera de arqueólogo, militar y escritor. Su tolerancia al sufrimiento físico y su capacidad para asimilar los rasgos de una cultura ajena de-sempeñaron un papel esencial en su liderazgo durante la rebelión en el desierto. Divididos por largas querellas, los árabes se transformaron en un pueblo para luchar contra el imperio otomano. Decepcionado por las promesas incumplidas (el colonialismo británico reemplazó al dominio turco), incapaz de adaptarse a la vida civil, sin otros alicientes que finalizar Los siete pilares de la sabiduría y su pasión por las motos, el coronel Lawrence cambió su nombre para alistarse en la RAF y, más tarde, en una unidad de carros blindados. La postguerra le hundió en una profunda depresión que no remitió hasta su accidente mortal en mayo de 1935. Su muerte en una poderosa Brough parece apropiada para el mito. James Dean se mataría dos décadas más tarde en un Porsche. La sociedad que les encumbró nunca se mostró tolerante con sus extravagancias. Lawrence fascinaba en la misma medida que irritaba y exasperaba.

Inacabada, deslumbrante, perdida y recuperada, la inconclusa biografía de Malraux nace de un deseo de emulación. Incluso inventó un encuentro ficticio: “Lo vi una vez. Una sola. En un hotel importante, en París, con un pullover de cuello alto”, interesado tan sólo por las motocicletas. Si el encuentro nunca se produjo, ¿por qué esta mentira? En sus Antimemorias (1967), Malraux habla de “los hombres que sueñan despiertos”. Habría que incluirle entre ellos y sólo así se entiende que sucumbiera a la tentación de buscar un pequeño espacio en la historia para reunirse con una figura a la que admiraba.

Traducido por primera vez, El demonio del absoluto es un poderoso texto que mezcla política, historia y biografía, con un estilo poético, reflexivo, a veces algo enfático, pero con la intensidad de las obras que responden a una necesidad ineludible. En este caso, un imperativo de autoconocimiento que sólo puede cumplirse mediante la exploración del otro. Malraux y Lawrence comparten muchas cosas: la afición a la arqueología, a la aventura, a la guerra; la obsesión por la muerte, la tortura y las culturas orientales; la hipertrofia del yo, que se fragmenta en disfraces sucesivos (aviador, jeque, revolucionario) y la vocación literaria. Según Malraux, Lawrence pertenece a la “aristocracia de los sueños”, un linaje que se manifiesta por la búsqueda del absoluto. Buscar el absoluto no es una prueba de excelencia moral, sino de “insaciabilidad”. Esa insaciabilidad se expresaba como desprecio a la autoridad, estoicismo, talante reservado, pero sin miedo a la provocación y el escándalo (aún se especula sobre su homosexualidad), amor a la libertad y a la soledad.

“Lo más notorio -escribe Malraux- era su fuerza de voluntad. Esa voluntad obcecada y a veces rabiosa de tantos hombres de pequeña estatura”. Atormentado por su físico, realizó hazañas asombrosas, como rescatar a Gasim, un camellero que se extravió en el desierto de Nefud durante la ofensiva hacia ákaba. Lawrence no sentía mucho aprecio hacia el infortunado, pero necesitaba mantener su autoridad como jefe de clan. Parecía imposible. Sin embargo, lo consiguió. Cuando tuvo que ejecutar a un hombre para evitar un enfrentamiento entre dos grupos rivales, asumió el papel de verdugo y le disparó tres tiros de revólver. Su relato de los hechos no muestra complacencia, pero tampoco culpabilidad.

¿Por qué los beduinos aceptaron el liderazgo de “ese hombrecito”? Desde que llegó a la península arábiga, Lawrence ejerció una autoridad fraternal, basada en su total incapacidad para despreciar a los que dependían de él. La impertinencia y los sarcasmos de Lawrence sólo laceraban a sus iguales o superiores. “Lo amamos -explicaba un bandolero a su servicio- porque nos ama: es nuestro hermano, nuestro amigo y nuestro jefe”. Malraux nos recuerda que lo sórdido siempre acompaña al héroe. En una estrategia de guerrillas y ante la imposibilidad de asistencia sanitaria o traslado, hay una justificación ética para rematar a uno de tus hombres con el fin de evitar que caiga en manos del enemigo y muera salvajemente torturado. En cambio, no hay pretexto moral para consentir una masacre, aunque responda al deseo de vengar otra. Tras contemplar la matanza de Tafas, Lawrence ordenó no hacer prisioneros entre los autores de un crimen que no había respetado a mujeres, enfermos, ancianos o niños.

Lo sucedido en Deera fue mucho más trágico. Detenido por los turcos, le confundieron con un desertor circasiano. Rechazar la lascivia del bey le costó una horrible paliza. Es probable que, además, le violaran. Lawrence logró contar hasta veinte latigazos. Al quedar en libertad, “la ciudadela de mi integridad se había perdido irrevocablemente”. Malraux sostiene que la muerte no es nada frente a la tortura. Ahí es donde el hombre encuentra el límite del hombre, el lugar donde casi todos naufragan y el mal enseña su rostro.

El carácter incompleto de El demonio del absoluto nos priva de los últimos años de Lawrence, cuando la neurosis le abruma con sentimientos de culpa e indignidad. Se avergöenza de sí mismo, acaricia la idea del suicidio, sólo encuentra placer en lanzarse a toda velocidad con su Brough por cualquier carretera. El suplicio sólo se interrumpe cuando se fractura el cráneo para no atropellar a unos niños. Churchill, que siguió al ataúd durante los funerales, hizo su semblanza años más tarde: “Su poderoso ascendiente radicaba en su desdén por la mayor parte de los premios, placeres y halagos de la vida.”

Tal vez más perspicaz por una íntima afinidad, Malraux afirmaba que la verdadera motivación de Lawrence era arriesgar su propia vida, “porque es el único modo que ha hallado el hombre de sentirse enfrentado de igual a igual con la fatalidad”. Es probable que acertara, pues cuando Lawrence fantasea con el suicidio anota misteriosamente: “quiero permanecer aquí mientras la vida continúe haciéndome daño” El demonio del absoluto nos enseña que la verdad no es lo esencial para comprender a un hombre. A veces la mentira es mucho más esclarecedora que la sinceridad.

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