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sábado, 10 de marzo de 2012

Carlos Monsiváis

El barroco de Carlos Monsiváis

Ante la aparición de una antología de textos de Carlos Monsiváis, Beatriz Sarlo escribe sobre este magnífico cronista cultural y político de México y América Latina. “Estaba muy lejos de ser un populista cultural. Ejerció una hermenéutica irónica sobre los objetos y las prácticas”, dice Sarlo. La cultura popular e industrial, la literatura, las costumbres y la política fueron su campo.

POR Beatriz Sarlo

En 1985 lo conocí a Monsiváis en un simposio sobre culturas populares que Jean Franco había organizado en la Universidad de Columbia, Nueva York. Durante las sesiones, de a ratos dormitaba o mantenía un silencio hosco. En cuanto pude, aproveché un receso para encararlo con esa forma directa y un poco imperiosa, rasgo nacional argentino que a los mexicanos puede resultar intrusiva, brusca, descortés, de una confianza no autorizada previamente. Le dije que me gustaría comer con él una de esas noches, si se quedaba en la ciudad. Murmuró algo y me pidió mi número de teléfono. Días después me llamó, dio algunas vueltas; le repetí que me gustaría encontrarlo. No hubo forma. Pensé que allí terminaba una brevísima relación, que seguramente yo no había sabido llevar a mejor destino.
Los argentinos, que en esos años llegaban del exilio en México, nos habían contado innumerables historias donde nuestra frontalidad había sido humillada. De todos modos, Monsiváis me había llamado. Y lo hizo de nuevo al día siguiente. Por fin, nos encontramos a las ocho de la noche en un restaurante ruso de la calle 8. Lo primero que me preguntó fue: “¿Qué opinan de mi país tus compatriotas, los que se exiliaron en México?”. No la esperaba y enredé una retahíla convencional de agradecimiento por el asilo, etc., etc. Monsiváis me miró: “A nadie le gustó México”. Respondí como pude: “Sin embargo, algunos decidieron quedarse allí”. “Esos son los peores”, dijo y cerró cualquier posibilidad de discutir el tema.
Creí que la noche iba a terminar ahí mismo, porque no lo conocía a Monsiváis. Había hecho dos cosas diferentes y simultáneas: someterme a una prueba y burlarse un poco. Sin transición, empezó a hablar de Madonna, de Material Girl, publicado pocos meses antes, y de Billiken, la revista argentina que los dos leíamos de chicos. Todo cambió.
Desde entonces fuimos amigos. Su único defecto era que no tomaba alcohol y, cuando avanzaba la noche, conservaba un sarcasmo benevolente (si es que existe tal oxímoron), que los demás seguíamos con inadecuada lentitud mental. El, en cambio, era callado y rapidísimo a la vez: frases muy breves, silencios, otra batería de frases breves. Era una enciclopedia de cultura popular, cultura pop, y literatura. Borges (varios epígrafes de Borges hay en esta antología que acaba de publicar la editorial Mardulce) y María Félix, con música de mariachis o de los Doors. Hace unos años llegó a Buenos Aires encantado con la novedad de que había participado en un clip de Luis Miguel. A mí la situación me daba vahídos. Monsiváis la contaba como un entretenido paseo. Su capacidad para explorar lo siniestro y lo leve del humor era inagotable.
Nunca conocí a alguien con un conocimiento tan preciso y tan desprejuiciado. En literatura, disimulaba que era, además, un erudito. Más bien se presentaba como un hombre con gustos extensos, que no respondían a ninguna clasificación académica. Recitaba poemas, permanentemente, como recuerdo inevitable, como crítica, como homenaje; a veces socarronamente, a veces con una seriedad que disimulaba la emoción. Por supuesto, le fascinaba la magnificencia de las letras de boleros, a las que trataba con afectividad familiar y tolerante, ni  condescendiente ni con el enamoramiento tardío de quienes conocen esas cosas después de la adolescencia. Nunca lo descubrí en la actitud esforzada de “aprender cultura popular” como si se tratara de una etnia lejana. En el íntimo prólogo de Juan Villoro, que precede la antología de Mardulce, los lectores verán un perfil mucho más exacto que el de estos apuntes. Villoro anota una cualidad que convirtió a Monsiváis en un lugar inevitable: “pródigo en aforismos que pronto serán refranes”.
Estaba muy lejos de ser un populista cultural. Ejerció una hermenéutica irónica sobre los objetos y las prácticas. Antiesencialista y libertario, nunca pensó que un núcleo “bueno” habitaba necesariamente en el fondo de lo que sucedía en las pantallas o los escenarios. Ninguno de sus textos hace un movimiento redentor inexorable por el cual lo “bajo” se trasmuta en lo verdadero, desaloja a lo “alto” y alcanza el triunfo de su reconocimiento. Tampoco creyó que pasar por los medios condenaba a las canciones o las ficciones al infierno.
Por el contrario, para Monsiváis todo el drama (o la parodia) se desarrolla en la superficie. Captó el barroco de la cultura mexicana. También él mismo tenía una sensibilidad barroca especialmente sensible a las contorsiones de la forma. Por eso, no le pedía profundidad a los actos de la cultura pop, sino efectos. Entendió que la cultura contemporánea vive de los efectos, que no son el resultado de un largo trabajo de ciframiento y desciframiento, sino la presentación espectacular de “algo” (un sentimiento, un gesto, una obscenidad, un cuerpo, un vestido). La pedagogía sexual para niños y adolescentes que descubre en Gloria Trevi no responde a un designio, sino a un movimiento físico que capta en su apariencia la sexualidad de un mundo que tiene sólo superficie y donde las leyes profundas de la moral o del intelecto no valen nada. El título del ensayo, incluido en este libro, es: “Gloria Trevi. Las provocaciones de la virtud, las virtudes de la provocación”, citando de lejos a los “infortunios de la virtud” de  la Justine del marqués de Sade y las “recompensas del vicio” de su Juliette. Sincretismo-Monsiváis: el que tome la alusión que se divierta con ella; para el que la pase por alto, porque nunca es pedante, queda todo lo demás.
Síntesis-Monsiváis: una pelea de boxeo es la forma actual del nacionalismo mexicano (como antes lo fueron los filmes del Indio Fernández o los corridos). Lo contemporáneo vacía incansablemente los signos antes pletóricos, que el uso ha esquilmado hasta volverlos inertes. La bandera ya no es la bandera de los años treinta donde millones aprendían una identidad que no venía desde el fondo de la historia, no era una esencia, sino una producción, algo que debía ser manufacturado simbólicamente. La bandera tricolor que ahora ocupa el estadio donde pelea Fulano de Tal, es la forma de la nacionalidad en la época donde el deporte espectacularizado ofrece un último refugio a los sentimentalismos colectivos.
El cuerpo del boxeador como el de los luchadores (sobre los que Monsiváis escribió en un libro curiosamente lujoso, ilustrado y brillante, cuyo soporte adecuado es la tapa de cristal de una mesita de living) son lo que parecen: cuerpos sin verdades ocultas, superficies para ser amadas, odiadas o envidiadas. Hay en esas superficies macizas una potencia que induce a un reconocimiento colectivo y, para mejor, a una fiesta. El boxeador mexicano, que enfrenta a un norteamericano en una pelea sin interés alguno, le da “al país uno de esos ratos de esparcimiento en los cuales vuelve a ser, por un instante, la Nación”. Ese destello súbito de un sentimiento es todo lo que hay en un estadio donde las pantallas proyectan video-clips que reemplazan antiguos imaginarios pretenciosos. Y lo hacen con ventaja porque no exigen ser interpretados sino simplemente vistos. Monsiváis abre su nota con una frase que capta con exactitud la única forma posible del lazo colectivo en la sociedad mediatizada por la industria cultural: “Si algo le queda al nacionalismo es su condición pop” (me gusta imaginar la crónica que habría escrito Monsiváis sobre el desfile de Fuerza Bruta para nuestro Bicentenario: si algo le queda a las celebraciones patrias es pasearse en carrozas estilo Fura dels Baus).
Monsiváis escribe que el arte “alto” revolucionario fue casi siempre un fracaso hecho de gestos grandiosos e inadecuados. Se refiere al monumento estético de la revolución mexicana, el muralismo, que “excepcionalmente cumple con sus propósitos artísticos... Es la victoria del drama pedagógico sobre las paredes”. El juicio es un ajuste sumario de cuentas con las artes empleadas para el adoctrinamiento (quizás este sea uno de los poquísimos principios generales de estética que Monsiváis conserva a lo largo de su inmensa obra). Aborrece lo “pesado pedagógico”, las ilusiones realistas, la confianza en que la representación fiel puede trasmitir una lección moral o histórica.
En el cine, en las letras de las canciones populares, valoró el artificio. Pero se burló del falso sobrecargado de la mala literatura (por eso adoraba, literalmente adoraba, la etérea cualidad de Borges). Rescataba, en cambio, el recargado juguetón, la hipérbole pasional. El primer ensayo de este libro es sobre el camp, la categoría que Susan Sontag puso en circulación en 1964 con un éxito inmediato (durante bastante tiempo, todo pasó a ser juzgado como si el camp fuera una especie de metro patrón que definía cualquier posibilidad estética). Más que presentar la categoría, a Monsiváis, en un gesto de denegación teórica típicamente suyo, le interesa el inventario del camp. Más que como concepto, lo usa como principio clasificatorio para dibujar el mapa del camp mexicano.

Método de percepción

En efecto. Lo más personal del estilo Monsiváis no es la argumentación. En eso se aparta de la prosa académica y también de toda una línea del ensayo literario o cultural. Lo distingue la infatigable capacidad para percibir y clasificar en grupos afines. El ensayo sobre el camp representa perfectamente su “método”. Como un botánico, Monsiváis recoge y clasifica especies e individuos. A los 28 años escribió un prólogo magnífico a Poesía mexicana del siglo XX. Leyó el siglo, lo organizó e hizo una antología que todavía hoy, casi cincuenta años después, da la impresión de lo definitivo. Octavio Paz (de quien Monsiváis nunca fue amigo) lo reconoció inmediatamente.
Dicho así, parece sencillo. Sin embargo, Monsiváis clasifica una masa gigantesca y escribe su “fisiología”: la cultura popular, la cultura industrial, el pop, la literatura, los usos y costumbres. Cada elemento de la infinita taxonomía lleva su calificación descriptiva en una especie de síntesis vertiginosa.
Las frases de Monsiváis generalmente incluyen distintos focos: no hay una frase por elemento clasificado, sino varios elementos clasificados por frase. Un ejemplo que el futuro lector de este libro encontrará como caleidoscópico modelo: “La arquitectura nacionalista cubre de interminables símbolos pétreos el trámite de constancias visuales de la nueva clase gobernante y el Monumento a la Revolución (de Obregón Santacilia) o el de La Raza (de Luis Lelo de Larrea) comentan y denuncian la falta de tiempo y de preparación de los caudillos para concretar en forma debida sus sueños de grandeza”. O sea: un concepto abarcativo (la arquitectura nacionalista), dos ejemplos construidos, y una relación entre los caudillos y su ineptitud simbólica. Todo en 60 palabras. Esta fisión de miradas, efectos, causas, sujetos responsables, objetos, me recuerda otra gran sensibilidad para lo concreto histórico, la de David Viñas en sus mejores momentos. Pero lo que en Viñas fueron rachas, poderosísimas y muy originales pero con más intermitencias que las que deseábamos sus lectores, en Monsiváis es el “método”.
Tiene algo de la enumeración poética. Huye del ordenamiento por subordinación, típico de la prosa expositiva. La verdad o la persuasión no se apoyan en el encadenamiento progresivo de los argumentos, sino (como lo señaló Benjamin sobre la imagen) en el shock, que no es la sorpresa banal de la suma simplemente insólita sino la puesta en contacto de aquello que puede hacer explotar un sentido. El shock no paraliza al lector desprevenido por el ingenuo asombro; busca la explosión por la mezcla de lo que no había sido puesto junto hasta ese momento.
Claro está, el shock también es barroco: perspectivas artificiosas, trompe-l’oeil, transformaciones, anamorfismos, figuras ambiguas que son a veces la basura de los medios, a veces la Nación misma. El shock no se alcanza con la suma de las especies conocidas, sino que necesita de nuevas piezas para mezclarlas, insólitamente, hasta alcanzar la detonación. Por eso la mirada es inteligente: descubre el detonante, siempre. Raro botánico: colecciona como un maniático y luego entrega su colección a esa mezcla, a veces caótica, de afecto e irrisión, que caracteriza sus crónicas. El lector nunca está seguro, porque Monsiváis no fue un sacristán de los poderes salvíficos de las culturas populares; no fue tampoco su crítico extranjero.
Lo popular era una tierra conocida, no un país a explorar para demostrar una tesis. Lo culto era su médula, de ella estaba hecho y por eso podía derivar sin la mala conciencia. Era difícil decidir si amaba o criticaba. Con excepciones: la admiración con que hablaba de Manuel Puig o de Borges no tenía secretos pliegues irónicos. También lo escuché hablar con un respeto sin dobleces de Carlos Fuentes, uno de los pocos escritores que Monsiváis cita como fuente de una opinión de familia con la suya. No puedo dejar de copiar esta suma-shock, tan de Monsiváis, pero escrita por Fuentes, sobre el Palacio de Bellas Artes de ciudad de México: “donde Tláloc y Tiffany’s se dan la mano”. Frente a otros textos, los ordenados en el baúl de la cultura convencional de los intelectuales, su posición era casi siempre de burla explícita o de distancia cariñosa.

El gran lector
La antología de Mardulce trae un ensayo sobre Salvador Novo: poeta del grupo los Contemporáneos, cuyos primeros libros de la década del veinte (la gran década innovadora en toda América Latina) fundan y cierran su obra; disidente, homosexual, se convierte luego en el cronista distinguido de la sociedad neoburguesa que recolectaba trofeos culturales para fortalecer en lo simbólico al grupo que, en términos económicos, se imponía en la etapa posrevolucionaria.
Este ensayo es un tejido prodigioso de dos hebras: cultura literaria y cultura urbana de la ciudad de México (como se ha reconstruido la de Viena, la de Nueva York, la de San Pablo). Del lado de la cultura literaria, brilla el arte de las citas, elegidas con la precisión de un director de escena que hace hablar a los otros en discurso directo. Monsiváis encuentra las citas con la misma certeza con que encuentra los objetos y los personajes de la cultura popular. Descubre lo esencial en centenares de páginas. Quien conozca el secreto borgeano de las citas sabe lo que esto significa. La erudición debe empatar con la inteligencia. Los comentarios son breves, aforísticos. En aparente paradoja, Monsiváis, que poseía una notable sensibilidad para la escritura de otros, no incurre en análisis extensos. Tiene el saber del gran lector y procura alejarse de las costumbres académicas. Digamos que su público fue siempre el common reader, el aficionado culto (algo que quizá esté desapareciendo).
Trenzada con la cultura literaria que expone la obra de Salvador Novo, Monsiváis hace la historia primero de los grupos poéticos de las décadas del veinte y el treinta; después del espacio periodístico donde, como en Buenos Aires, se exponen los modos de emergencia de la ciudad moderna; finalmente de la nueva sociedad que le da a Salvador Novo un lugar de cronista chic y luego lo petrifica en una consagración oficial. El entierro de Novo fue la entronización de un tótem al que asistieron María Félix y el presidente de la República.
A Monsiváis, tal mexicanidad unánime le resulta melancólica. Un programa de televisión provoca el comentario sobre lo que ya fue (no sólo Novo ya fue, sino una forma de México): “El resultado es triste, con la tristeza no de lo irremediable sino de su opuesto: lo que hubiera podido darse de otra manera”. En efecto: ni Salvador Novo pudo sostener su alteridad radical, su homosexualidad y su lateralidad respecto del país oficial, ni ese país pudo recorrer otros caminos que, en 1930, podían parecer abiertos. Es el cierre: “La entidad literaria, psicológica, cultural y social conocida como ciudad de México ya es cosa del pasado”. Escrito en 1975.
Monsiváis murió en 2010 y tuvo treinta y cinco años para comprobar que no se había equivocado. El pesimismo, más que una posición, en algunos casos parece un destino. Como sea, Monsiváis no paró de escribir sobre esa fruta incandescente y malograda, no dejó de amarla y criticarla. Miles de notas periodísticas, casi medio centenar de libros. Una vez me dijo Margo Glantz: “Llegan a lo de Monsi unas mujeres de algún pueblito en la provincia, le piden un texto sobre los rebozos que bordan y él se los da al día siguiente”.
Un hombre de izquierda
No quiero olvidar, al final de esta nota, que Monsiváis fue un hombre de izquierda. En México esa es una tarea complicada, ya que el Estado fundado en los mitos revolucionarios ha trasmitido con éxito la imagen de una asimilación pacífica en la Gran Tradición Nacional y, sobre todo, ha querido mantener la imagen de centralidad de los intelectuales. Incorporado como último texto de la antología, “Desmesura mexicana” recorre los sexenios presidenciales, marcando los escenarios represivos. Nombra a esas formas de disidencia que no tuvieron salvación porque no fueron intelectuales sus protagonistas: “La otra historia, la no escrita o no percibida, es la de los seres cuyo anonimato incluyó la falta de concesiones, los militantes oscuros que eligieron la prisión o la pérdida del empleo antes de ceder; las luchadoras feministas que soportaron décadas de escarnios y ridiculizaciones y siguieron insistiendo; los ferrocarrileros o los electricistas despedidos por negarse a firmar una adhesión. Lo que empaña la comprensión de esta otra historia admirable es la insistencia en verterla a fórmulas redentoristas (sacrificio, abnegación, martirio), bajo el gran rubro liberal del heroísmo... Nunca se ha admitido o concebido que las reservaciones donde se apiñan los disidentes prolongan y hacen posible el mínimo territorio democrático donde todavía nos movemos los demás”.
Esta historia de la rebelión la siguió Carlos Monsiváis en muchas de sus columnas semanales, más difíciles de leer fuera de México pero quizá más indispensables porque hablan de otro país en detalle. Y, se sabe, los detalles de la política, los de las maniobras del Estado son, por necesidad, misteriosos para los extranjeros. Me gustaría leer, después de esta antología, un librito que trajera algunas de las columnas de los últimos años. Semanales maldiciones, semanales sarcasmos.

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