ADVERTENCIAS A MÍ MISMO

En el centenario del nacimiento de Norman Mailer

jueves, 30 de junio de 2011

ANDRES RIVERA en el programa 'Los 7 locos'

ANDRES RIVERA

LITERATURA › ANDRES RIVERA, SU NOVELA KADISH Y LA MEMORIA

“A los 82 años uno se siente acorralado por la prudencia”

En el texto de apenas 67 páginas, Arturo Reedson, alter ego del escritor, recuerda momentos de su vida, atravesados por la historia política de la Argentina. Y, autocrítico, se pregunta “qué carajo” hizo a lo largo de su “famélico peregrinaje”.

Por Silvina Friera


Cosa extraña, la memoria. Arturo Reedson recuerda momentos de su vida. Es un hombre viejo que sin apuro enciende un cigarrillo en su departamento, en el barrio porteño de Belgrano. De las luchas proletarias a la irrupción de Perón, del Cordobazo al ramalazo de la dictadura militar –incluido ese fugaz romance con Pirí Lugones (ver aparte)–, el péndulo de la historia astilla esos fragmentos hilvanados con la urgencia de quien presiente, cercana, la despedida. Cosa extraña, la memoria, repite como si fuera el estribillo perfecto de la perplejidad. Buenos Aires era una fiesta en 1945. Parafrasea a Hemingway. “Perón firmaba decretos que no eran letra muerta. Que volvían realidad canónica décadas de combate reivindicativo contra la burguesía criolla”, reconoce. ¿Divaga ese octogenario un tanto cascarrabias ante la presencia de Pablo Fontán? No, aunque de tanto en tanto reitere esta pregunta retórica y pierda el hilo de lo evocado. Si la melancolía tiene horarios fijos, si llega puntual de cinco a siete de la tarde, ese hueso duro de roer que nació hace 82 años como Marcos Ribak, que fue militante comunista, obrero textil y periodista y como escritor es y será para siempre Andrés Rivera, en este mediodía nublado en que recibe a Página/12, el autor de Kadish (Seix Barral), su última novela, no parece aquejado por la melancolía. Al contrario: se podría decir que se ha inoculado una dosis de humor ajena a su habitual aspereza. Se burla de su andar “vacilante” y ofrece un whisky, que será rechazado por la inconveniencia del horario.
Cosa extraña esta novela de Rivera. Nunca proclive al exceso de la prosa, cada vez más condensada y económica, en tan sólo 67 páginas combina pequeñas escenas iniciáticas con extractos de noticias de los diarios que suele leer –Página/12 y Clarín– y citas de Marx, Brecht, Foucault y Paul Auster, entre otros. Acurrucado en su sillón de lectura, cerca del teléfono y con parte de la biblioteca como telón de fondo, dice que la saga de novelas en las que aparece Reedson, su alter ego, es “excesiva”. La palabra kadish –oración que pronuncian los judíos creyentes en homenaje a las personas que amaron con una intensa excepcionalidad– es bastante común en la colectividad, según cuenta el escritor. “Las autoridades de la colectividad judía tuvieron una actitud conciliadora con la dictadura militar. Antes de que advinieran Massera, Videla and company, se enfrentaron con la inmigración judía que se pronunció en muchas oportunidades a favor de la izquierda argentina. Pero me permito decir que yo también dudo de que haya una izquierda real en este país”, subraya Rivera.
–¿Por qué duda? –Por cómo se movió la llamada izquierda. El Partido Comunista formó parte de la Unión Democrática. ¿Qué es hoy la izquierda? ¿Hermes Binner? No.
–Pero hay un Frente de Izquierda, una alianza electoral entre el Partido Obrero (PO) y el Partido de los Trabajadores Socialistas (PTS). ¿No los considera una izquierda real? –¿Quiere que hable de (Jorge) Altamira?
–Hable... –No, no vale la pena. Hace poco me entrevistaron algunos jóvenes del PO y les mencioné, sin ánimo de agredirlos, sólo porque como decía Freud la memoria es selectiva, que Altamira se presentó en el programa A la cama con Moria; fue a la cama a participar de ese mamarracho en la pantalla de la televisión. Si era una vía para acumular fondos a favor del PO o el trotskismo aborigen, me pareció una vía equivocada. No porque yo sea un puritano, pero un dirigente de izquierda debería abstenerse de actitudes como ésas.
Es amargo y feroz el esbozo de risa de Rivera. Quizá como la de Reedson, ese viejo que dice que los argentinos y porteños “depositan la memoria en el fondo de los inodoros y aprietan los botones”. “El agua de los tanques –agrega el alter ego del escritor– se lleva las crueldades de eventuales infartos.” No se salva de la autocrítica ese hombre que en la novela orilla los 82 años y se pregunta “qué carajo” hizo a lo largo de su “famélico peregrinaje”.
–Qué cosa extraña la memoria, porque da la impresión de que cuando Reedson dice que Buenos Aires en el ’45 era una fiesta, le está haciendo un gran guiño al peronismo, que se volvió “peronista” con los años. –No, pero hay que admitir que ese año y los dos o tres que siguieron al ’45 fueron años de una prosperidad burguesa que también dejó espacio a los trabajadores. El pensamiento marxista no se renovó y el peronismo que usufructuó ese estado de bonanza es o fue, o sigue siendo, la matriz de ministros como José López Rega y del propio Perón. Quien, como se recordará, fue agregado militar en Italia y copió, con buenos ojos y buen oído, los gestos de Benito Mussolini; que no tuvo un pasado militar, sino que venía de las filas del socialismo.
–Pero insisto: Reedson repite varias veces que el ’45 era una fiesta, como si la añorara. –Y sí, sí... porque este país creció y dio ciertos espacios a una clase obrera nueva que venía particularmente de las provincias del norte, atraída por los fulgores de una Buenos Aires que se expandía. Recordemos que Domingo Mercante fue gobernador de la provincia de Buenos Aires y Perón y el peronismo usufructuaron de esos fulgores. A ninguno de los miembros del nuevo proletariado se le iba a ocurrir, porque no conocían, cuestionar la presencia de esa Gestapo criolla que se llamó la Sección Especial de Represión al Comunismo; tenía su sede en la calle Urquiza, en los altos de una comisaría. Y su jefe, una suerte de Himmler criollo, fue Cipriano Lombilla.
–¿Su padre fue un preso político durante el peronismo? –Sí, mi padre fue dirigente sindical de los obreros del vestido de Capital Federal. En los últimos meses de la dictadura del 4 de junio de 1943, fue detenido. Todos esos años vivimos de hecho en la clandestinidad. Yo era un jovencito insolente; estábamos en una casa de inquilinato y compartíamos la cocina con los otros inquilinos. En la pieza, mi padre, que era un obrero de calidad, instaló una máquina Singer con motor. Mi madre retiraba trabajo en la calle Canning –que ya no se llamaba más así– y mi padre cosía. Y lo que cosía mi padre, mi madre lo llevaba a esa casa de vestidos de la calle Canning y con lo que ella cobraba vivíamos...
Enciende el primer cigarrillo de los diez que fuma cada día “por recomendación médica”, aclara. “Algunos militantes del socialismo que compartían la dirección con mi padre ocuparon después cargos de jerarquía en el aparato peronista –continúa Rivera armando el rompecabezas de esos años–. Ellos eran miembros del socialismo de la Casa del Pueblo; Américo Ghioldi era su figura más prominente y un excelente orador, como lo fue en el Partido Comunista Rodolfo Ghioldi, su hermano; que acompañó a Luis Carlos Prestes, militar brasileño que luego se enroló en el Partido Comunista, en una dura lucha contra Getulio Vargas. La diferencia consistió en que Prestes, cuando obtuvo su libertad, se puso del lado de Vargas. Y el Partido Comunista argentino con Rodolfo Ghioldi y Victorio Codovilla enfrentaron a Perón. Que quede claro que no estoy proponiendo que deberían haberse adscripto al peronismo, pero tampoco debieron ingresar a la Unión Democrática.”
–¿Por qué dice que era un jovencito “insolente” en el ’45? –Yo fui militante comunista, lo que pasó fue que por prudencia, el partido me expulsó veintipico de años después. Yo me afilié pocos días antes del 17 de octubre del ’45. Mi militancia fue del ’45 al ’64, mechada por medidas disciplinarias y reincorporado para escribir en la clandestinidad un periódico del partido, Nuestra palabra; hasta que finalmente, insisto, por prudencia, decidieron expulsarme con una de las habituales notas condenatorias del partido.
–Desviación pequeño-burguesa. –Tal cual. Yo criticaba la política fluctuante del Partido Comunista, hasta que se hartaron de mí.
–Ante las mejoras reales que le reconoce al peronismo, ¿nunca tuvo la tentación de sumarse a “esa fiesta” del ’45? –No. Había leído lo suficiente o lo necesario a Marx, a Engels, a Lenin, y creo tener en claro dónde hay una clase y dónde hay otra. Y yo, cualquiera sea mi situación en estos días, sé dónde estoy parado. A veces reflexiono acerca de cómo cambiaron su lenguaje aquellos que se supone que hoy integran el mundo del trabajo. Nadie habla ya de proletarios. ¿Por qué se habla de los “indignados”? No son proletarios, son indignados. ¿Contra qué se indignan? Hay un libro, Indígnate, un alegato a favor de una indignación que, muy pacíficamente, induzca a las clases dominantes a tener más tolerancia. En eso no creo. No hay una oposición de izquierda real que diga que no hay una vía pacífica para derrotar a la clase dominante. Las clases dominantes son dueñas de las armas y las usan. Cuando supone que la desborda la indignación del universo del trabajo, la clase dominante dispara balas de plomo. Reparemos en Eduardo Duhalde; cuando era presidente asesinaron a dos muchachos, Kosteki y Santillán. ¿Con qué tiraron? ¿Tiraron sobre ellos con balas de goma? ¿A quién defendía ese presidente?
–Ese panorama cambió; la orden política que tiene la Policía Federal es no disparar, aunque haya muchos sectores que se salgan de la vaina y sigan pidiendo mano dura y represión. –Pero eso no va a ocurrir, no ocurrió con Néstor Kirchner ni ocurrirá con esta Presidenta mientras que Buenos Aires siga siendo una fiesta. ¿No estamos viviendo una fiesta? Los que están hoy a cargo del Gobierno, de Cristina Fernández para abajo, gozan de un momento de prosperidad del país y tienen a su favor la prédica antigubernamental de los grandes medios. ¿Usted cree que quienes apoyan al actual gobierno leen los diarios? No, miran la televisión. Si compran Clarín es porque tiene muchas ofertas de trabajo, desde servicio doméstico hasta obreros calificados, y ventas de autos. Las cifras económicas que tiene Clarín en sus páginas son bastante expresivas de este instante de prosperidad que vive el país.
–¿El Gobierno goza de la prosperidad o la generó gracias a varias de las políticas económicas implementadas en los últimos años? –No me cabe la menor duda de la responsabilidad de algunas medidas económicas. Aunque estoy eximido de votar y siempre voté en blanco, espero que estas elecciones sirvan para enviar al baúl de los recuerdos a candidatos como Duhalde. No es una revancha; pero los partidos que representan de un modo u otro a la gran burguesía y a la clase media alta no renuevan sus cuadros. Estas elecciones van a empujarlos al baúl de los recuerdos. Y absolutamente creo que Cristina Fernández gana estas elecciones.
Rivera acumula materiales, anotaciones sueltas “esenciales” en su cuaderno. Cuenta que está “jubilado” de esa tarea “azarosa y de dicha” que es escribir. No sabe si habrá otro libro. “Yo ya no leo, releo”, advierte parafraseando a Borges. “He vuelto a reeler Caballería roja, de Isaak Babel, un escritor notable a quien el estalinismo encarceló y fusiló; un libro que se compone de una cantidad de relatos en los que por momentos encuentro la presencia de Hemingway. Pero no creo que Babel haya llegado a leer a Hemingway”, explica.
–Ese jovencito insolente que dice que fue, ¿pensó que pasaría la barrera de los 80 años? –No. Uno se siente acorralado por la prudencia. Los amigos me recomiendan que me compre un bastón porque tengo el andar vacilante cuando salgo a hacer las compras, a buscar los diarios o cuando tengo que ir al médico. Lenin supo decir que los revolucionarios deben morir a los 50 años. Pero en este país, ninguno de nosotros fue revolucionario.

viernes, 24 de junio de 2011

ERNESTO SABATO

Escritor de la noche

Hoy se cumple un siglo del nacimiento de Ernesto Sabato. Claudio Magris le rinde homenaje y dice que, desde las tinieblas, el autor de El túnel expresó con potencia inigualable la pasión de lo humano.

 
 
Por Claudio Magris
Para LA NACION

Hace diez años, en Madrid, di una conferencia para festejar los noventa años de Ernesto Sabato. Para mí fue una fiesta y una gran emoción encontrar al escritor que hace muchos años había entrado violenta y fraternalmente en mi vida, con su novela Sobre héroes y tumbas , una obra maestra del siglo XX. Hay una palabra que se reitera con pudorosa pasión en sus discursos y que, como le dije en Madrid esa noche, expresa también para mí un sentido esencial de la existencia, quizás una de sus posibles y frágiles concesiones felices: el adjetivo "compartido". Aunque sólo sea un instante, un silencio significativo o bien una vida entera, compartidos en la amistad o en el amor. Él sonreía fraterno, intentando mitigar con la ironía la conmoción que la edad avanzada a veces hace más difícil dominar. Su manera de ser hacía entender que había sabido y que realmente sabía compartir la existencia: con Matilde y Jorge Federico, su mujer y su hijo, muertos muchos años atrás y siempre presentes, vivos y concretamente amados, solicitados continuamente por la mente y el corazón; con Elvira, su singular y gran compañera, a su lado durante muchos años y, desde hacía tiempo, su conexión con el mundo; con la familia de ella, con los amigos, con los chicos de la calle de Buenos Aires, a los que ayudaba como podía.
Desde que lo leí por primera vez, y aún más después del encuentro en Madrid y luego en su casa en Santos Lugares, tuve siempre la intensa sensación de compartir con él un profundo sentido del mundo, de los afectos, de las pasiones, de los miedos, de los desafíos. Creo que esto vale para todos sus lectores y no sólo para quien, como yo, ha tenido el regalo de su amistad y de una relación estrecha con él. Su muerte me dolió, pero no afectó para nada esa relación. Lo sigo teniendo presente, lo leo y discuto con él, imagino e intuyo sus respuestas. El 24 de junio festejamos el centenario de un hombre vivo, de un amigo y compañero, un guía, no festejamos una ceremonia fúnebre de adiós.
Hay una frase de Ibsen que Sabato retomó: "Vivir significa luchar con los propios demonios". A veces, le dije, uno duda de poder luchar contra ellos, porque tememos ser nosotros mismos nuestros demonios. Poquísimos otros escritores expresaron con fuerza tan trágica y devastante y con tan humanísima pietas esa exigencia, esa lucha en que consiste nuestra identidad, que por momentos se nos aparece compacta y armoniosa, como la persona de Sabato mismo, por momentos múltiple, confusa y tenebrosa, situada en el precario confín entre el equilibrio y la sabiduría de una vida buena, y el alucinante delirio destructivo y autodestructivo latente en cada uno de nosotros.
La escritura diurna de Sabato, para usar su célebre definición, expresa uno de los más nobles, altos y generosos rostros de la humanidad y resulta ser "un buen combate" en defensa de toda la humanidad contra la opresión, la injusticia, la tiranía, el sufrimiento. En esa escritura diurna, Sabato ha expresado con excepcional fuerza poética sus pensamientos, su visión del hombre y del mundo, sus valores, protestas y esperanzas, las cosas en las que cree y aquellas ante las que se rebela. Libros como Antes del fin o La resistencia , manual de denuncia del horror del mundo y, pese a todo, de indómita esperanza, están entre las más altas, complejas y generosas páginas de dignidad humana y de amor no ingenuo por el hombre, páginas que ayudan a combatir y a vivir. Sabato no se limitó, por cierto, a escribir o a firmar solicitadas contra los asesinos de la junta militar argentina, como muchos intelectuales y escritores que creen haber pagado su deuda desfilando en una marcha de protesta. Sabato trabajó concretamente, como presidente de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas, sacrificando la actividad literaria para reconstruir la existencia, el camino y la suerte de tantos desaparecidos, para saber cómo y dónde terminaron, en función de ese sentimiento humano y poético de la irrepetible e insustituible individualidad de cada uno de aquellos nombres y aquellos destinos perdidos. Luchó -como reza el título de Nunca más - para que aquellos horores no ocurran más, aun sabiendo que los desastres y el mal no conocen un "nunca más".
Esa batalla moral, con la "cara descubierta", coexiste con una desconcertante experiencia de las tinieblas y de lo negativo; y quizá la poco frecuente grandeza de Sabato consista justamente en esa duplicidad. Mientras combate por los más altos valores humanos, Sabato es consciente de que sus "verdades más atroces" únicamente las encontrarán en sus ficciones, "en esos bailes siniestros de enmascarados que, por eso, dicen o revelan verdades que no se animarían a confesar a cara descubierta". Habla de sus visiones, que lo "representan en los detalles y en los excesos, a menudo indignos o incluso detestables", que también lo "han traicionado, yendo más allá" de lo que le permite su conciencia. En sus novelas, como en su pintura a menudo demoníaca y perturbadora, Sabato desciende, con la escritura "nocturna", a un subsuelo de tinieblas y de demencia, donde advierte otra voz de la vida. Hace hablar a esa voz, suya pero al mismo en parte desconocida para él mismo, una voz que dice cosas que contradicen sus principios y valores. Nacen así obras maestras como Sobre héroes y tumbas , con la trágica y terrible historia de la conjura de los ciegos y con el delirio angustiante y desgarrador de Alejandra, inolvidable figura femenina de amor, ternura, fragilidad y locura.
En la escritura nocturna no se pueden proclamar explícitamente creencias o valores, defender a los débiles o atestiguar los afectos; sólo se puede enfrentar al fantasma que surge de la oscuridad, encontrarse cara a cara con la Medusa, con el rostro aterrador de la vida salvajemente ignara del bien, del mal, de la justicia y de la piedad. Quizás incluso la ciencia, que Sabato practicó como profesión, contribuyó paradójicamente a esta confrontación con el caos. Tentacular, como los oscuros laberintos en que se adentra, la escritura nocturna atraviesa esos infiernos sin censurarlos ni embellecerlos. La escritura nocturna, de la que Sabato es maestro, es el encuentro enajenado y creativo con un sosia, con una parte desconocida y hasta desagradable de uno mismo. "¿De quién es esta voz horrible?", grita en un cuento de Hoffmann un poeta tras haber leído un angustiante poema propio.
Cuando escucha esa "otra voz", un verdadero escritor la deja hablar, aun cuando preferiría que dijera otras cosas. Esa escritura puede resultar difícil de soportar para su autor, quien querría que la vida fuera distinta, más humana y menos cruel, así como querría que el sol, a diferencia de lo que el Evangelio constata despiadadamente, no resplandeciera de la misma manera para los justos y los malvados, para los niños asesinados y para sus asesinos, indiferente al bien y al mal; querría que diferenciara entre los niños desaparecidos y sus abyectos verdugos.
Frente a estas verdades perturbadoras, Sabato no dora la píldora, sino que representa la negatividad en su cerrada y devastante violencia. Su pluma testimonia la carga de esa violencia. El amor, la piedad, la humanísima y dolorosa dignidad de la persona brillan aún más en las tinieblas, porque Sabato no halla ninguna compensación para el mal y el dolor y por eso expresa y transmite, con potencia difícilmente igualable, la pasión de lo humano.
Así nacieron sus grandes libros. Ensayos espléndidos como El escritor y sus fantasmas , testimonios humanos e histórico-políticos como Antes del fin , La resistencia o Nunca más y, sobre todo, las novelas. El túnel , cuya potencia seca y aniquiladora le gustaba a Camus, otro gran escritor capaz de adentrarse en la nada y de proseguir no obstante combatiendo por la verdad y la justicia. Sobre héroes y tumbas , obra maestra donde hay de todo, ternura y crueldad, memoria épica y feroz laceración, recelo amoroso, sacrificio, locura devastante, presencia coral de la historia y soledad. Abbadón el exterminador , que retoma y desarrolla los dos anteriores, sin alcanzar esa altura. Haber escrito sólo tres novelas en una vida tan larga revela cómo Sabato -libre de la ansiedad de estar siempre presentes que persigue a tantos escritores, obligándolos a componer novelas continuamente- escribió y publicó sólo cuando sintió la absoluta necesidad de hacerlo. Es la mejor garantía del arte más acabado. Basta haber escrito un libro necesario para sí y para todos para signar indeleblemente la literatura de una época y, por lo tanto, la vida de tantas personas. Sabato, con Sobre héroes y tumbas , lo escribió, le ha dado al mundo una obra fundamental y de largo alcance en el tiempo.
Cuando vuelve a subir del subsuelo nocturno y toma la pluma para decir su visión del mundo, Sabato responde al curso insolente y malvado del sol y, quijotescamente, llama junto a sí a los hombres con el fin de corregirlo. Nunca fue un profeta de la negación. Una vez le dije, bromeando, que por qué, cuando desciende a esa oscuridad donde dos más dos pueden ser cinco, no aprovecha, al reemerger, para engañar a los otros y no pagarles lo que se les debe. Me siento feliz de haber conocido a ese hombre, que no sólo es el autor de obras literarias geniales, sino también el que luchó contra la opresión y la explotación, que afirmó conmoverse ante cada rostro desconocido, que en los momentos de desesperación se prohibió a sí mismo el suicidio porque estaba persuadido de que es ilícito producir dolor a los otros, incluso a un perro.
Un hombre lleno de respeto por los demás y de pietas , ajeno al resentimiento. No olvidaré nunca, por ejemplo, el tono de respetuoso dolor con que me hablaba, sin ninguna presunción ideológica, de su ruptura con Borges como consecuencia del apoyo inicial que este último dio a la dictadura militar. Cuando nos conocimos era ya muy viejo, pero la intensidad de sus palabras y la melancólica y afectuosa profundidad de su comportamiento son dos grandes regalos que me dio la vida. Su grafía, en los faxes o en las cartas que intercambiamos gracias a la amistad extraordinaria de Elvira, se hacía cada vez más incierta, pero no logro pensarlo o hablar de él en pasado, porque la suya es una presencia imborrable. Uno de sus últimos libros se titula, con evidente alusión a la muerte que se avecina, Antes del fin , pero en ese caso Ernesto se equivocaba: su muerte duele a quien lo ama y le es cercano, pero, en lo que a él concierne, no existe ningún fin.

Traducción: Alejandro Patat
ADN MAGRIS
Trieste, 1939
Es ensayista, novelista, traductor y profesor de literatura germánica en la Universidad de Trieste. A los 22 años publicó su primer libro: El mito habsbúrgico en la literatura austríaca moderna, una reelaboración de su tesis doctoral que le valió amplio reconocimiento. Le pertenecen también, entre otros ensayos, Lejos de dónde. Joseph Roth y la tradición hebraico-oriental, Utopía y desencanto y Alfabetos. Su libro más conocido es El Danubio (1986), en el que, siguiendo el curso del río, narra la historia centroeuropea. En el género narrativo, escribió Otro mar y A ciegas, y también es autor de tres piezas teatrales. Obtuvo varios premios, entre ellos el Strega, en 1997, y el Príncipe de Asturias, en 2004.

martes, 7 de junio de 2011

JORGE SEMPRÚN

Muere Jorge Semprún, una memoria del siglo XX

De niño del exilio a ministro de Cultura, el autor de 'La escritura o la vida' fue deportado al campo de concentración de Buchenwald y expulsado del partido comunista por disidente

JAVIER RODRÍGUEZ MARCOS - Madrid - 

 
Jorge Semprún ha muerto en París este martes, según han informado fuentes próximas a la familia. Tenía 87 años. Con él se pierde para siempre parte de los recuerdos del preso número 44.904, su matrícula en Buchenwald, el campo de concentración alemán en el que vivió deportado entre los 20 y los 22 años. Semprún construyó su obra literaria con los fragmentos de su propia memoria y en ella queda, pues, el recuerdo de los hechos y de los sentimientos de una vida marcada a fuego por todas las barbaries modernas.
Con él, sin embargo, desaparece un recuerdo que no cabe en los libros: el del olor a carne quemada. Lo dijo él mismo en 2000, en una entrevista. Lo que más le preocupaba del porvenir era esa precisa memoria: "Están desapareciendo los testigos del exterminio. Bueno, cada generación tiene un crepúsculo de esas características. Los testigos desaparecen. Pero ahora me está tocando vivirlo a mí. Aún hay más viejos que yo que han pasado por la experiencia de los campos. Pero no todos son escritores, claro. En el crepúsculo la memoria se hace más tensa, pero también está más sujeta a las deformaciones. Luego hay algo... ¿Sabe usted qué es lo más importante de haber pasado por un campo? ¿Sabe usted qué es exactamente? ¿Sabe usted que eso, que es lo más importante y lo más terrible, es lo único que no se puede explicar? El olor a carne quemada. ¿Qué haces con el recuerdo del olor a carne quemada? Para esas circunstancias está, precisamente, la literatura. ¿Pero cómo hablas de eso? ¿Comparas? ¿La obscenidad de la comparación? ¿Dices, por ejemplo, que huele como a pollo quemado? ¿O intentas una reconstrucción minuciosa de las circunstancias generales del recuerdo, dando vueltas en torno al olor, vueltas y más vueltas, sin encararlo? Yo tengo dentro de mi cabeza, vivo, el olor más importante de un campo de concentración. Y no puedo explicarlo. Y ese olor se va a ir conmigo como ya se ha ido con otros". Hoy esas palabras son más ciertas que nunca.
Una literatura de la memoria
"Tengo más recuerdos que si tuviera mil años". Las palabras de Baudelaire que Jorge Semprún utilizó en Adiós, luz de veranos... describen certeramente la vida de un hombre cuyas ocho décadas de existencia pueden rastrearse en su obra narrativa, que contiene ficciones como La montaña blanca, Netchaiev ha vuelto o Veinte años y un día pero que pasará a la historia por uno de los grandes ciclos autobiográficos de la literatura contemporánea.
Como la propia memoria, la obra memorialística de Semprún no funciona como una línea recta sino como una espiral: a veces los mismos episodios se cuentan en distintos libros con intención diversa. "Porque mi vida no es como un río", se lee en Aquel domingo, "sobre todo como un río siempre diferente, nunca el mismo, en el que no se puede bañar uno dos veces: mi vida es completamente lo ya visto, lo ya vivido, lo repetido, lo mismo hasta la saciedad, hasta convertirse en otro, extraño, a fuerza de ser idéntico".
Aun así, cabría reconstruir los momentos clave de la vida del escritor leyendo cronológicamente una serie de libros que no fueron escritos respetando ese orden: la adolescencia en el exilio de la Guerra Civil (Adiós, luz de veranos...), la resistencia antinazi y la experiencia de Buchenwald (El largo viaje, Viviré con su nombre, morirá con el mío, Aquel domingo y, sobre todo, La escritura o la vida), la expulsión del Partido Comunista de España (Autobiografía de Federico Sánchez) o el periodo como ministro de Cultura en la segunda legislatura de Felipe González (Federico Sánchez se despide de ustedes).
Nieto por parte de madre del político conservador Antonio Maura, presidente del Gobierno con Alfonso XIII, Jorge Semprún nació en Madrid el 10 de diciembre de 1923. Su madre murió antes de que él cumpliera ocho años y, con la Guerra Civil, todos los hermanos marcharon a La Haya para reunirse con su padre, embajador de la República en los Países Bajos. El futuro escritor comenzaba así un exilio que ha durado toda su vida. En 1939, con la guerra perdida, la familia se instaló en París, donde Jorge y su hermano Gonzalo estudiaron como internos en el exigente liceo Henri IV. En Adiós, luz de veranos... (1998), Semprún recordaría esos años en que, después de ser objeto de chanza en una panadería por su acento francés se conjuró para eliminar todo rastro extranjero en la pronunciación de la que terminaría siendo su lengua literaria fundamental.
Si el descubrimiento de Levinas le valió su primer premio extraordinario de filosofía, el compromiso político le hizo ingresar en el Partido Comunista de España en 1942. Un año más tarde fue detenido como miembro de la Resistencia antinazi, torturado y deportado al campo de concentración de Buchenwald. Allí se libró de la muerte probable que esperaba a los intelectuales cuando fue inscrito como estucador en lugar de como estudiante. Su conocimiento del alemán, una obsesión de su padre, le ayudó también a sobrellevar los dos años que pasó con el triángulo rojo y la S de Spanier (español) en el pecho.
El 11 de abril de 1945, dos soldados estadounidenses abrieron la cancela del campo, marcada con una sarcástica inscripción: "A cada uno lo que se merece". Pero con la liberación y los recuerdos de la experiencia concentracionaria llegaba también para Jorge Semprún un dilema: o escribir sobre el pasado (y lo pasado) o vivir el presente. Lo primero, diría luego, le hubiera llevado al suicidio de no haber mediado los años. Aunque ya en 1963 había volcado parte de su experiencia en El largo viaje, hubo que esperar a 1994 para que el narrador buceara hasta el fondo de aquella herida. El resultado fue un título hoy mítico: La escritura o la vida.
Mientras llegaba el momento de la catarsis, Semprún se volcó en la militancia comunista convertido en Federico Sánchez, su nombre en la clandestinidad de la España franquista. Pero el mundo se quebró para él por segunda vez en 1964. Ese año, junto a Fernando Claudín, fue expulsado del PCE por su discrepancia con la línea oficial de Dolores Ibárruri y Santiago Carrillo. Aquel episodio serviría como columna vertebral al libro que, escrito en español, le valió el premio Planeta de 1977: Autobiografía de Federico Sánchez.
Años más tarde, en Federico Sánchez se despide de ustedes (1993), el escritor se deshacía definitivamente de su alias en el relato que recogía su último paso por la política. Entre 1988 y 1991 había sido ministro de Cultura y aquel libro se convirtió en una pieza irrepetible, por infrecuente, de la literatura española: las memorias públicas de un miembro del Gobierno. Públicas y descarnadas. Con una altura literaria marca de la casa, Semprún narra sin tapujos sus desencuentros con el aparato del PSOE, encarnado en el vicepresidente Alfonso Guerra. Una crudeza que se convierte en ironía al contar algunos de los episodios que le tocó vivir, ya se tratase de las negociaciones con la baronesa Thyssen para acondicionar el palacio de Villahermosa o de una visita de la reina de Inglaterra al Museo del Prado.
Última visita al campo de concentración
Las memorias ministeriales de Jorge Semprún arrancan con una llamada de Javier Solana preguntando al escritor si conservaba el pasaporte español, condición sine qua non para formar parte del Gobierno. La respuesta fue afirmativa. Semprún, autor de guiones de cine para directores como Alain Resnais (La guerra ha terminado) o Costa Gavras (Z, La confesión), escribió la mayor parte de su obra en francés. Nunca perdió, sin embargo, la nacionalidad española. Si no escribir más en español le privó tal vez del Premio Cervantes, no abandonar la nacionalidad española le impidió ser admitido -no sin cierta polémica- en la Académie Française, aunque lo fuera en la Académie Goncourt. Ese fue su destino de escritor europeo, el mismo que le valió premios internacionales como el Formentor (1964), el de la Paz de los libreros alemanes (1994) o el Jerusalén (1996).
La Europa en que creía Jorge Semprún empezó a construirse, lo dijo él mismo, en la diversidad de los resistentes deportados a Buchenwald, la cara oscura de la Weimar de Goethe, a tan solo unos pasos. El 11 de abril de 2010, el escritor acudió allí por última vez para pronunciar un discurso. Se celebraba el 65º aniversario de la liberación del campo y días antes publicó en este diario un artículo en el que reconocía con lucidez extrema, pero con furia, que se acercaba al final: "Por última vez, pues, el 11 de abril, ni resignado a morir ni angustiado por la muerte sino furioso, extraordinariamente irritado por la idea de que pronto ya no estaré aquí, en medio de la belleza del mundo o, por el contrario, en su grisácea insipidez -que en este caso concreto son la misma cosa-, por última vez, diré lo que tenga que decir".
Y lo dijo. Sobreponiéndose al quebranto de la enfermedad, Semprún acudió a Buchenwald y habló. Lo hizo en el Appelplatz del campo, el mismo lugar en el que se alternaba la voz -"gutural, malhumorada, agresiva"- del Rapportführer, que tronaba a diario, con el hilo musical que algunos domingos emitía por los altavoces las "sempiternas cancioncillas de amor" de Zarah Leander. Allí recordó a los niños judíos que, en 1945, fueron llevados desde Polonia a Weimar ante el avance del Ejército ruso. Entre ellos estaban Imre Kertész y Elie Wiesel, futuros premios Nobel.
A esa generación confiaba Semprún su testimonio. "Todas las memorias europeas de la resistencia y del sufrimiento", dijo, "solo tendrán, como último refugio y baluarte, dentro de diez años, a la memoria judía del extermino. La más antigua memoria de aquella vida, ya que fue, precisamente, la más joven vivencia de la muerte".
Con la desaparición de Jorge Semprún se pierde una memoria del siglo. El resto está en su obra. Imborrable. Esos libros, llenos de vida y de amor a la vida, bella o gris, están llenos también de lecturas que alguna vez sirvieron de refugio. Él, que elegía con cuidado cada una de sus citas, colocó hace 10 años una frase del actor y poeta Roland Dubillard al frente de Viviré con su nombre, morirá con el mío. Nueve palabras que dicen algo que suena a decisivo en la voz de un escritor de la memoria: "Estoy seguro de que mi muerte me recordará algo...".