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miércoles, 23 de noviembre de 2011

FLAUBERT Y BAUDELAIRE

El juicio a los malditos

Flaubert y Baudelaire fueron enjuiciados por obscenidad en 1857 luego de publicar sus libros “Madame Bovary” y “Las flores del mal”. La publicación de sus actas permite analizar los ejes de la discusión.

POR Dolores Gil

La sala del Palacio de Justicia de París estaba llena la mañana del 29 de enero de 1857. El abogado imperial Ernest Pinard, de quien más tarde se dijo que era autor de una colección de poemas eróticos y aficionado a la pornografía, acusa, durante una hora y media, a la novela Madame Bovary por obscenidad. El juez de turno es un literato aburrido de los casos comunes y en varios momentos, según cuenta Geoffrey Wall, el biógrafo de Gustav Flaubert, no puede contener la risa frente a la solemnidad del fiscal. Siete meses más tarde Pinard volverá al ataque contra otro de los libros que abren el camino de la modernidad: Las flores del mal, de Charles Baudelaire. En el volumen El origen del narrador se reúnen las actas de dichos procesos. ¿Cuál es el sentido de leer la transcripción de estos juicios en una serie? Ambas obras inauguran una nueva sensibilidad literaria y parecen gritar, cada una a su manera, que otras cosas se pueden contar y cantar.

Ocurridos en enero y agosto de 1857, ambos escritores debieron comparecer ante Pinard por acusaciones que incluso entonces sorprendieron a la opinión pública francesa. La discusión acerca de la pertinencia de los delitos imputados (ofensa a la moral religiosa y a la moral pública) no tiene sentido hoy en día. A Madame Bovary se la condena por un puñado de escenas en que el ojo del narrador es demasiado lascivo o mezcla peligrosamente lo sagrado con lo profano, como cuando se le otorga la extremaunción a Emma, y se enumeran sus pecados y sus bellezas corporales. A los seis poemas de Las flores del mal se los acusa de “cantar la carne sin amarla”, de destilar un veneno embriagante y abyecto, como en “Lesbos”, donde el poeta es iniciado en los misterios del amor entre mujeres: “Lesbos, donde los besos son como las cascadas /que sin miedo se arrojan en abismos gigantes, / y corren, con sollozos y quejas sofocadas, /tormentosos, secretos, profundos y hormigueantes ”. La vara con que se mide la obscenidad de las obras no está clara ni siquiera para los propios acusadores, que operan como cirujanos tratando de extirpar un tejido canceroso de una masa de carne sana. La importancia de estos juicios, empero, radica en la posibilidad de pensar, de allí en más, a la literatura como una esfera independiente, que ya no debe justificar sus temas, formas y procedimientos ante nadie que no sea el ávido público lector que, en parte impulsado por los escándalos de los juicios, encontraron ambos textos. Las actas de estos juicios nos permiten volver al momento en que se empezó a pensar la separación entre autor y narrador, entre poeta y yo lírico.

Originalmente, Flaubert pensó publicar Madame Bovary en la Revue de Paris en entregas quincenales a partir de julio de 1856. Que su primera novela viera la luz fue un incordio para el escritor: los editores retrasaban la salida de las entregas por miedo a una acusación de inmoralidad (la revista ya estaba bajo sospecha) y por desacuerdos entre ellos. Le propusieron hacer recortes de escenas enteras que para Flaubert eran imprescindibles. Aceptó de mala gana, adelantándose al juicio y acusándolos de ensañarse con los detalles y perder de vista el verdadero sentido de la obra. Finalmente, decidió además publicarla en su versión íntegra con el editor Michel Lévy. El juzgado citó al autor, al editor y al distribuidor en diciembre de ese mismo año. La obra recibió en un primer momento halagos del poeta Lamartine, cuyas promesas de apoyo se esfumaron cuando sobrevino el juicio. La novela trataba sobre una joven de campo demasiado educada y con aspiraciones románticas que se casa con un hombre mediocre, no de muchas luces pero de buen corazón y que entra, un poco llevada por el hastío que le provoca su vida doméstica, un poco por la disposición de su espíritu, en una espiral de adulterio, insatisfacción y síntomas neuróticos que la llevan, finalmente, al suicidio. El tema es banal, inadecuado e insólito: su prosa pulida hasta el cansancio, fluida, rigurosa. Flaubert escribía quinientas palabras por semana, y a ese ritmo lento y sostenido, luego de cinco años y varias crisis nerviosas, dio a conocer un personaje que como el Quijote, Hamlet o Anna Karenina es la literatura misma.

El mismo año, 1857, Baudelaire publicó por medio de su editor, Poulet-Malassis, Las flores del mal, un volumen que reunía quince años de trabajo poético. El libro abre con un famosísimo poema-increpación que iguala al poeta y al lector y que es la síntesis de los temas que lo ocupan. Allí acusa al lector del peor de los vicios, el spleen, gozado y odiado al mismo tiempo: “¡Es el tedio! De llanto involuntario llena/la mirada, su pipa fuma y sueña patíbulos. / Tú conoces, lector, al delicado monstruo, / hipócrita lector, mi igual, ¡hermano mío!”. Spleen de las grandes ciudades y de la vida moderna, los poemas de Las flores del mal se van poblando de lujuria, paraísos perdidos, muerte, hastío y mal. La caída del alma es voluntaria, porque el mal se abraza de una vez y para siempre. Walter Benjamin afirmó que Las flores del mal es la última obra lírica que haya ejercido influencia en Europa, y que con su poesía Baudelaire sitúa “la experiencia del shock en el corazón del trabajo del artista” en que el trauma “se traduce en imagen violenta”. Baudelaire es tal vez el poeta que mejor traduce la angustia que provoca la vida moderna en el yo. No es extraño que algunos hayan levantado su voz frente a estos textos, flores envenenadas que venían a usurpar el lugar canónico de lo poético. Hay poesía y belleza en el mal, en la náusea, en la perdición, en el aburrimiento, parecen decir. Otra vez, la pelea se da por las nuevas formas que empiezan a circular.

Una paradoja interesante se instala al leer estas actas. La lectura que hace Pinard de la novela de Flaubert es minuciosa, exhausta y detallista. Mientras el defensor se limita a argüir que la novela condena el pecado mostrando cuáles son sus consecuencias, Pinard pone el ojo en las escenas que revelan, pese a lo que está dispuesto a aceptar, que Flaubert es un maestro de la prosa. Incluso Pinard lo expresa: el trabajo de Flaubert es admirable desde el talento, pero execrable desde lo moral. El famoso pasaje en el que Emma y Léon se acuestan por primera vez dentro de un coche de alquiler que da vueltas frenéticas por Ruán muestra que para decirlo todo a veces es mejor callar casi todo. Y la potencia de la elipsis no se le escapa al fiscal: que no esté explícito no significa que no comprenda lo que un texto puede decir más allá de su letra. Y es que Flaubert pudo condenar a su personaje estéticamente, pero nunca éticamente. El error de la defensa consiste en querer demostrar que si bien la heroína se revuelca en el fango casi sin culpas durante la mayor parte de la novela, tarde o temprano el autor le propina su merecido como expiación de un comportamiento inadecuado. Pinard es agudo, y sabe del poder de la literatura. Un segundo argumento en su contra tiene que ver con el efecto que podría producir la lectura de la obra en el público femenino, el bovarismo a pleno. En una carta, Flaubert no deja dudas al respecto: “No escribo para muchachitas, escribo para el hombre culto”. En realidad, lo que verdaderamente molesta al fiscal tiene su origen en la nueva poética que enarbola Flaubert como parte de la estética realista, sobre todo en lo que refiere a la supresión de la jerarquía entre temas altos y bajos y al tratamiento del narrador y del punto de vista. Pinard no es moderno y no comprende aún que autor y narrador son cosas distintas. En cierto sentido, sin embargo, se adelanta a Barthes, porque sospecha que en el fondo todo “yo” asume su máscara, y que la separación entre autor y narrador que se está gestando es sólo una ilusión. El último argumento de Sénard, el abogado de Flaubert, parece un manotazo de ahogado: tienen que absolverlo porque escribe bien. Así se hizo, previa reprimenda. El tribunal consideró que la novela carecía de severidad en el lenguaje como para condenar efectivamente a su heroína, que la reproducción de caracteres y de color local “conduciría a un realismo que sería la negación de lo bello y de lo bueno”, que los pasajes acusados eran reprensibles pero poco numerosos en comparación con la extensión total de la novela y, finalmente, que Flaubert “cometió el error de perder a veces de vista las normas que todo escritor que se respete nunca debe violar”, aunque esto no fue causa suficiente para encontrar al autor culpable del delito que se le imputaba.

El abogado defensor de Baudelaire intentó apelar a argumentos similares en su juicio. Chaix D´est Ange empieza con la misma perorata de que el mal que se pinta es el mal que se condena, para luego utilizar un recurso mucho más eficaz, la lectura de los poemas. Llega incluso a leer “Al lector” en clave moralista, como si el poeta fuera el canónigo que, una vez despojada de su retórica, pronuncia esta pieza desde el púlpito. Otros autores empiezan a aparecer en la defensa: Lamartine, de Musset, Béranger, Balzac. El abogado se ha preparado un dossier literario, una antología de fragmentos de obras de autores consagrados que podrían ser tan o más obscenos que los poemas acusados de Las flores del mal. La poesía de Baudelaire es sublime, dice Chaix D´est Ange, incluso cuando pinta los horrores menos pensados. “Lesbos” y “Mujeres condenadas”, dos de los poemas más problemáticos para el tribunal, son para el defensor, desde el punto de vista poético, dignos del más alto elogio. El abogado parece intuir que hay en la poesía una fuerza, algo que no es de este mundo, y cuando se le agotan los argumentos dice: “Oigan. Escuchen qué versos. ¿Quién puede condenar a un poeta como éste?” En efecto, este tribunal lo condenó, aunque no por el cargo de ofensa a la moral religiosa, pero sí por ofensa a la moral pública y a las buenas costumbres. El famoso crítico Sainte-Beuve actuó tibiamente, ya que brindó en una carta argumentos para una defensa, pero no la hizo pública hasta mucho después del juicio. Baudelaire debía suprimir seis poemas del volumen y pagar una multa de trescientos francos. Lo que más le molestó no fue la acusación por inmoralidad (Baudelaire ya sabía que sus poemas ofenderían a la moral burguesa, allí radicaba parte de su fuerza), sino que éstos, según la sentencia, conducían “a la excitación de los sentidos mediante un realismo grosero y ofensivo para el pudor”, lo que le produjo bastante irritación.

Los juicios que sufrieron ambos autores abren, en la literatura del siglo XIX, una discusión insoslayable: la cuestión de la autonomía del arte, la relación entre literatura y sociedad. Lo singular es que ambas defensas parecen estar construidas sobre un desvío. Los dos abogados argumentan equivocadamente, puesto que tanto Madame Bovary como Las flores del mal no pintan el mal para condenarlo, como suponen los letrados, sino que inauguran lo que Rancière llama, en Política de la literatura, una nueva circulación de lo sensible. Rancière llama “democracia de la literatura” a “una cierta forma de intervenir en el reparto de lo sensible que define al mundo que habitamos: la manera en que éste se nos hace visible y en que eso visible se deja decir, y las capacidades e incapacidades que así se manifiesta.” ¿Cómo decir lo nuevo? La literatura moderna irrumpe a pesar de las resistencias que ofrecen los viejos bastiones del arte. Hay que detenerse en el hecho de que el novelista haya sido absuelto y el poeta no: la poesía puede llegar a tener un contacto más evidente con una verdad que radica en el yo, mientras que la ficción, por más realista que sea su tono, es, en última instancia, una agradable mentira, y por lo tanto, menos peligrosa. El problema de ambas obras parece residir en la incomodidad que genera la falta de adecuación entre estilo y contenido. Lo que se juzga, más allá de los temas, es una forma de mirar, una forma de sentir. Los fiscales y acusadores piensan que están hablando sobre el contenido de estos dos libros, pero en realidad lo incierto, lo moderno radica allí donde narrador y yo poético establecen una relación nueva con aquello que designan.

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