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sábado, 25 de septiembre de 2010

LITERATURA › ELSA DRUCAROFF, ESCRITORA, CRITICA Y DOCENTE

“Necesitamos artistas que nos obliguen a afilar el lápiz”

El último caso de Rodolfo Walsh, su última novela, funciona como un thriller que incluye al escritor y militante como personaje. En la ficción, Walsh tiene que investigar qué pasó con Vicki, si la mataron o está secuestrada como prenda de negociación.

Por Silvina Friera

Las manos ya no tiemblan, pero se acuerdan. Alguna vez temblaron –como si un relámpago las hubiera rozado– cuando a los 20 años leyó a Trotsky. Cinco años atrás, en el amanecer de los ’70, esa joven de bucles azabache intentó abrazar la militancia en la escuela secundaria, en el Partido Comunista, más por mandato que por apego a la causa. “Venir de una familia del PC es más o menos lo mismo que haber nacido en una familia católica chupacirios”, bromea Elsa Drucaroff con una ligera mueca de fastidio. No era el PC su lugar en el mundo. No encontró espacio para su vocación artística ni para su pensamiento crítico. Sentía, entonces, más simpatía por Montoneros; ésa fue la primera transgresión contra la “genética” antiperonista, como si entallaría que nunca podría ser “gorila”.

Los ojos de la escritora, que acaba de publicar la novela El último caso de Rodolfo Walsh (Norma), parecen una pantalla de cine. Proyectan –con una nitidez asombrosa– un capítulo inolvidable de su adolescencia. Ella está en el departamento familiar de Congreso. Es el 25 de mayo de 1973. Su mirada se embriaga con las columnas de obreros que marchan agarrados del brazo. Se hubiera tirado de cabeza, se moría de ganas por integrarse. Su padre se lo prohibió. “Estaba en el balcón con el puño levantado, porque tenía que mostrar que era comunista, pero con la otra mano, a escondidas, hacía la V. No por peronista, sino por ellos, que eran de verdad la clase obrera.”

Los dedos índice y medio extendidos forman la V peronista con una convicción casi en modo piloto automático, pero ante Página/12 Drucaroff omite por vergüenza emular el puño levantado. Se ríe como si estuviera involuntariamente pirateando una probable versión femenina de Bombita Rodríguez. Sabe que a fuerza del recuerdo en ese balcón le sale como si hubiera sido una peronista de pies a cabeza. Otra risa –de una potencia arrolladora– estremeció a la escritora, crítica y docente mientras estaba dando obras de Walsh en un seminario que dictaba en el Profesorado Joaquín V. González. La última risa de Vicki –mencionada en “Carta a mis amigos”– cuando disparaba la metralleta desde la terraza de una casa de Villa Luro, en un enfrentamiento desigual con las fuerzas represivas. Se lanzó a escribir con el eco de esa risa en la garganta, intentando comprender. En el thriller trepidante que tramó Drucaroff (escrito como si se hubiera apropiado de la prosa concisa y al hueso del autor de Operación masacre), Walsh tiene que resolver menudo enigma: si su hija Vicki está con vida, secuestrada por el Ejército para “negociar” con Montoneros. No se puede contar nada más –pide la autora– para no embarrar la cancha de las expectativas de los lectores y sugerir, sin querer, la vuelta de tuerca que propone esta ficción. Aunque en la vida real se sepa que el destino de hija y padre –en este “orden biológico subvertido”– fue la muerte.

Una pieza clave de El último caso de Rodolfo Walsh es la inserción de un personaje de ficción-real: el protagonista del cuento “Esa mujer”, el teniente coronel que secuestró el cadáver de Eva Perón. Retirado desde el ’56, pero con contactos en el ejército, el König de Drucaroff tiene una hija estudiante de antropología que milita en Montoneros. Y continúa –claro– dialogando con el escritor que lo “inmortalizó”, tironeado por la admiración literaria y el rechazo ideológico. En este policial que despliega su dispositivo micro político familiar en pequeñas dosis, también juegan sus cartas un puñado de personajes a dos puntas: militantes Montoneros que polemizan con Walsh y un militar –Oddone– que conspira en su “patriada” contra la guerrilla peronista, entre otros. La escritora plantea que la novela fue concebida para reconstruir el diálogo intergeneracional quebrado por la dictadura. “Soy muy amiga del dramaturgo y escritor Ignacio Apolo, que tuvo mucho que ver con la gestación de esta ficción. Hablando con Ignacio de mi adolescencia-juventud, le conté de la fiesta de la militancia, de lo que fueron los ’70. Pero él me decía que eso no existía; si tenía que pensar en el pasado, el pasado era 1976. Ignacio escribió una novela que para mí es fundacional en la nueva narrativa, Memoria falsa, que fue publicada en 1996 y que comienza con un personaje que dice que el mundo tiene 20 años y que cualquier cosa anterior es una nebulosa mítica. Quise escribir esta novela para hablarle de la fiesta de la militancia –admite–; por eso empieza en el ’72, con una acción de Montoneros cuando tenía representatividad social, con la repartija de alimentos en una villa. No eran acciones violentas; rara vez había sangre y eran muy simpáticas.”

–En una de las discusiones que se dan en la novela, un militante le dice a Walsh que “cuando pensamos en política tenemos que desterrar toda consideración de nuestra intimidad”. ¿Intenta refutar esta afirmación y pensar la política desde la intimidad?

–Sí, creo que es una buena definición. Una de mis obsesiones es la relación entre lo personal y lo político; probablemente a las mujeres este tema se nos plantea de un modo urgente. Hay una cantidad de cuestiones que no sé si tengo resueltas y tampoco sé si quiero resolver... En los años ’70, el discurso de que cualquier problema de la intimidad era egoísta y pequeñoburgués culpabilizó a mucha gente. Y es una cosa grave culpabilizar por los afectos, por la capacidad de entrega y generosidad con un núcleo íntimo, que también es un núcleo social. La pregunta que me martilla la cabeza es cómo vamos a conseguir la justicia social si en esa íntima sociedad que es el núcleo familiar que hemos armado –como fuere esa familia– no podemos sostener relaciones de justicia, ¿no? Ese es un gran tema para mí.

–Los personajes militares o ex militares, Oddone y König respectivamente, parecen sintonizar con el apropiador de “Potestad” de Pavlovsky; generan empatía, pero también un rechazo visceral. ¿Qué buscó al trabajar la ambigüedad?

–Esa ambigüedad es una especie de ética literaria; un escritor debe pensar sus personajes no como estereotipos, sino como personas. Es evidente que un nazi o un torturador –o quienes tengan las ideas más execrables– es una persona. En mi literatura, si estoy trabajando con una construcción verosímil, tengo la obligación de hacer ese proceso que Bajtín llamaba de vivencia y extraposición: ponerme en su lugar, respetarlo como persona y hacerme sus preguntas; respeto que no le tendría en la vida. Pero la ficción es para experimentar, para ponerme dentro de la cabeza de un tipo que ha decidido asesinar y torturar. Preguntarme qué le pasa, ¿es un sádico? Podría ser una respuesta, pero Oddone no es un sádico; al contrario, está haciendo lo que cree que se debe hacer, lo que el país necesita. El arte puede alumbrar, puede permitir pensar y contemplar cosas que en las urgencias de la vida real no se piensan ni se contemplan. ¡A mí me importa un pepino si Videla era honesto o no; tiene que estar preso y con cadena perpetua! Pero como escritora debo pensar en ese tipo de personajes, algo que hace Pavlovsky con el apropiador de Potestad. El arte está para abrirnos la cabeza y no para repetir lo que ya sabemos.

El tono de su voz se eleva al compás del fervor de una militancia literaria crítica. “El discurso sobre la represión y el terrorismo de Estado necesita pensar matices. En el caso de König, en mi novela, no es un hijo de puta; es un tipo que me resulta muy respetable”, subraya Drucaroff. “El personaje de la ficción es un militar retirado de la línea blanda que quería derrotar y vencer a la guerrilla por medios legales. No se puede olvidar que el problema de la represión, los 30 mil desaparecidos y la derrota del campo popular, no sólo atañe a los militares –recuerda–. El proceso de reorganización nacional, para usar la denominación que se dieron ellos, es un nombre correcto: reorganizaron para todos. No es un problema de militares contra civiles. Recién ahora comienzan los juicios a los beneficiarios civiles, por ejemplo a (José Alfredo) Martínez de Hoz. Yo quería mostrar a un militar que se porta dignamente. König es un tipo de derecha, pero muy respetable; con él tomaría un café; con Oddone, no”. La escritora busca redondear su planteo y agrega que no le interesa el macartismo al revés. “(Louis-Ferdinand) Céline era un tipo de derecha que era necesario para la sociedad; a (Michel) Houellebecq, desagradable si los hay y profundamente conservador, le agradezco lo que me ha hecho pensar porque sus libros me ponen en permanente conflicto. Necesitamos artistas que sepan pensar, que nos obliguen a afilar el lápiz y a contestar; ésa es una misión maravillosa del arte.”

–¿Por qué cree que en el ’76, con desapariciones y caídas de citas cotidianas como enumeraba Walsh en sus documentos, costó tanto asumir la derrota?

–Costó asumir la derrota no sólo en 1976; en 1988 o 1989 se seguía negando. Tengo documentos de los partidos de izquierda que en masa todavía decían que el campo popular había vencido a la dictadura y que por eso había democracia. ¡¡Un disparate absoluto!! Hoy parece un lugar común cuando se habla de derrota, pero costó asumirla. ¿Por qué no se reconoció en ese momento? El factor generacional no es un dato menor. El enceguecimiento de la pasión y la fantasía militarista fueron muy importantes para no asumir la derrota. Pensaban a veces en términos puramente militares: cuántas armas tenemos, qué poder de fuego tenemos; ese tipo de cuestiones. Montoneros no se dio cuenta de que la gente ya no los bancaba. Hubo acciones disparatadas que –hay que asumirlo– fueron acciones asesinas. No estoy sosteniendo la teoría de los dos demonios. Hubo un Estado terrorista y una fuerza revolucionaria que perdió en un momento el norte. Y lo perdió por una cantidad de complejos motivos que nada tienen que ver con lo demoníaco; 150 militares, un helicóptero y una tanqueta contra Vicki Walsh no son dos demonios. Una vez aclarado esto, tengo derecho a pensar críticamente la lucha armada. Hubo momentos tremendos, idiotas y asesinos...

–Walsh planteaba algo similar en varios documentos, pero aún cuesta hablar de esos momentos “idiotas”, ¿no?

–Sí, lamentablemente de estas cosas se habla poco, pero es necesario hablar desde la izquierda porque no tenemos que dejar que lo tome la derecha como bandera. En un documento fundamental de Walsh en el que critica a la conducción de Montoneros plantea que no se puede perder la bandera de los derechos humanos. Pero si ponemos una bomba en el comedor de la policía –escribe Walsh–, la vamos a perder. Y escribe esta frase porque de hecho se había puesto una bomba en el comedor de la policía que mató a la señora que limpiaba la mesa, que no era precisamente una enemiga del pueblo. Hay algo que me ha pasado a mí y les pasa a todos los jóvenes y es maravilloso que pase; no quiero que suene de un modo peyorativo. Uno se enamora de absolutos y eso habla de la posibilidad de entregarse, que es una gran virtud. Pero al mismo tiempo ahí es donde resulta importante el intercambio generacional. No viene mal escuchar el relativismo de otras generaciones, de la gente más grande, que a su vez tienen problemas graves porque ese relativismo los lleva al escepticismo, al cinismo y a sensaciones de mierda con las que no me identifico.

–En la novela inventa una acción de Montoneros en la que un joven vacila cuando tiene que matar a un militar no combatiente que pertenece a la Intendencia del Ejército. ¿Qué propone desde esa pequeña vacilación?

–La pequeña vacilación que tiene el muchacho se debe a que no es fácil matar a alguien que te mira a los ojos; vacila porque no es un enceguecido, pero finalmente mata porque le viene toda la teoría que leyó sobre que “el poder nace de la boca de un fusil” o que “la violencia es la partera de la historia” o qué vale la vida de alguien en comparación con la revolución para todos; frases que se decían y estaban naturalizadas y que yo misma, cuando tenía 18 años, no encontraba mucho cómo cuestionar. No soy una pacificista ciento por ciento; con ese criterio tengo que estar en contra de San Martín en la batalla de Chacabuco. San Martín también utilizó la violencia y mató a gente. No pasa por un planteo tan simple como ser o no pacifista. La violencia tiene que ser la expresión representativa de un grupo social real, no el delirio de un grupo que perdió todo anclaje en la sociedad. Y así y todo hay que ver... Yo no podría matar a alguien que me mira a los ojos. No lo tengo resuelto. Si supiera, no habría escrito la novela.

–¿Logró comprender la risa de Vicki?

–Sí, la risa de Vicki es un acto de autoafirmación generosa y heroica en el mejor sentido. Vicki se reía cuando disparaba porque estaba rodeada por 150 efectivos, había un helicóptero que disparaba y una tanqueta. Todo lo que tenía ella era su metralleta. Y su metralleta era decir: “Acá estoy, carajo, si no me bajo no me bajan...” Se reía de su poder, del poder que le dio entregar su vida no para ganar guita, no por todas las mierdas por las que se ha entregado la vida después de la derrota del campo popular en la Argentina. Se ríe porque ganó; muere riéndose. A mí me encanta la risa de Vicki. La gente que puede hacer de la muerte un gran acto me produce admiración.

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